Con apenas un par de series, Vince Gilligan se ha posicionado como uno de los nombres más importantes de la televisión del nuevo milenio, aunque quizás puede ubicárselo en un panteón destacado dentro de toda la historia de la televisión. Es una figura que construyó un estilo propio y que, si decidiera retirarse ahora mismo, dejaría un legado prácticamente indestructible. Sin embargo, tuvo una carrera previa en la que probablemente fue moldeando ambiciones y herramientas narrativas, y un presente en el que redobla la apuesta, tratando de superarse a sí mismo.

La trayectoria de Gilligan durante la década del noventa y principios del Siglo XXI no hacía prever su explosión creativa a partir del 2008. Si uno repasa su filmografía, vemos un par de trabajos como guionista en Asuntos que queman (1993), de Glenn Gordon Caron, protagonizada por Debra Winger y Dennis Quaid; y La quiere matar (1998), de Dean Parisot, con Drew Barrymore y Luke Wilson. En ambos casos, relatos pequeños, en los que la comedia interactuaba con géneros disímiles -la ciencia ficción en el primer caso, el policial y el drama familiar en el otro- y donde el humor negro jugaba un rol central. Los dos films pasaron totalmente desapercibidos cuando se estrenaron y fueron fracasos comerciales. Indudablemente, Hollywood todavía le era esquivo a Gilligan.

En cambio, la televisión fue un pequeño refugio para Gilligan y hasta un lugar de formación. En particular en la relación colaborativa que entabló con Chris Carter, el creador de una serie emblemática como fue Los expedientes secretos X, donde Gilligan se desempeñó como uno de los guionistas principales, productor y hasta director de un par de episodios. La colaboración llevó incluso a que ambos cocrearan junto a John Shiban y Frank Spotnitz el spinoff The Lone Gunmen, centrada en un trío de personajes secundarios de la serie madre, que lamentablemente duró solo una temporada. En ese ambiente creativo, donde la ciencia ficción se daba la mano con el terror, el thriller paranoico, el policial de procedimiento y hasta los relatos de amistad, Gilligan aprendería y seguramente iría madurando algunas ideas vitales para construir un mundo propio.

Luego de finalizada Los expedientes secretos X, Gilligan solo hizo un par de trabajos puntuales en series casi ignotas y reescribió el guión de Hancock (2008), dirigida por Peter Berg y protagonizada por Will Smith. Precisamente en el 2008, Gilligan salta a la pileta, sin saber si hay agua, como único creador de Breaking Bad. Estamos hablando de una serie protagonizada por un actor en ese momento no muy conocido y asociado principalmente a la comedia (gracias a su trabajo en la sitcom Malcom) como era Bryan Cranston, en una cadena todavía no tan popular como AMC y que encima tuvo una primera temporada acortada forzosamente debido a una huelga de guionistas. Podría haber sido cancelada y ser una producción más entre tantas que pasan por la pantalla chica, sin dejar rastro en la memoria de los espectadores.

Sin embargo, todo jugó a su favor: no solo una historia que coquetea con el inverosímil, pero que consigue crear un universo con reglas propias y hasta inimitables. También un elenco -no solo Cranston, que entrega una de las mejores actuaciones de la historia televisiva- que ayudó a delinear personajes inolvidables; una cadena que permitió total libertad creativa y decisiones arriesgadas de Gilligan, que cambió planes originales y siempre para bien. Por ejemplo, la de darle un rol protagónico a Aaron Paul como Jesse Pinkman, que iba a estar solo un puñado de episodios y que finalmente configuró un aura propia, exponiéndose como un individuo maldito y querible, portador muchas veces de un perfecto humor involuntario y a veces hasta del último rastro de moral.

Precisamente de la destrucción de los límites morales es que trata Breaking Bad, donde el protagonista, Walter White, va quebrando sus propios límites y los de todos los que lo rodean a medida que se adentra en el submundo del tráfico de heroína. Lo sorprendente de esta serie no está solo en sus giros argumentales calibrados o en cómo cada personaje es una pieza esencial en un territorio estable y a la vez listo para estallar. También está en cómo cada imagen tiene un significado particular, desplegando objetos o situaciones que primero lucen enigmáticos o desconectados entre sí, hasta que todo se alinea para sacudir las estanterías narrativas. Como casi nunca en la televisión, los planos detalles, los paisajes y la profundidad de campo pasan a ser mecanismos expresivos de rotundo impacto y de vuelo cinematográfico.

Pero Gilligan no se quedó ahí y el spinoff que fue Better Call Saul, centrado en el escurridizo abogado Saul Goodman, interpretado por el gran Bob Odenkirk, fue mucho más que una mera prolongación del universo de Breaking Bad. En cambio, esa precuela que hacia su final se fue transformando en secuela profundizó la audacia narrativa y estética de su predecesora. Además, no solo le dio nuevos matices al personaje de Goodman sino a otros como Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks) y Gustavo Fring (Giancarlo Esposito). Y también presentó otros notables, como Nacho Varga (Michael Mando), Lalo Salamanca (Tony Dalton) y Kim Wexler (Rhea Seehorn). Especialmente la última, con quien Jimmy entabla un vínculo romántico entre tierno y terrible, que ella resume a la perfección con la frase “nos hacemos daño mutuamente”.

Tras el final de Better Call Saul, Gilligan acaba de aplicar un giro radical a su obra, aunque también una vuelta a las fuentes. Pluribus, su nueva ficción, tiene una premisa plantada en la ciencia ficción y le otorga un merecido protagónico a Seehorn, una de las grandes revelaciones actorales de los últimos años. No vamos a contar su trama, solo a decir que su primer episodio es alucinante y obliga al espectador a seguir su historia de manera obsesiva. Es cierto que todavía no se pueden sacar conclusiones definitivas pero parece que las habilidades y ambiciones de Gilligan están intactas. Bienvenido sea, siempre se necesitan creadores así.