
Con su aire de artista esquivo, introspectivo y ajeno a los fuegos artificiales de la escena, Nahuel Vecino regresa a Buenos Aires con una muestra que desafía tanto las lógicas del mercado como las de la espectacularización del arte contemporáneo. Su vuelta se instala en el Palacio Errázuriz, sede del Museo Nacional de Arte Decorativo, con una potencia visual y simbólica que no pasa desapercibida.
El gesto de situar sus obras en un espacio cargado de imaginarios no es casual. El acierto curatorial que vincula el barrio porteño de Versalles con el eco versallesco del palacio —inspirado en los interiores del gran palacio francés que tanto desveló a la élite argentina de la Generación del 80— configura una geografía mental y estética que dialoga entre la nostalgia, el artificio y la teatralidad.

Al ingresar al gran salón, el visitante se encuentra con un cubo blanco monumental: un gesto museográfico tan simple como eficaz. Desde el primer piso se observaba la escena desde las alturas, iluminada con la tensión y el extrañamiento de una mise en scène que parece salida de The White Lotus o The Square, mientras que la música ambiente intensificaba la sensación de estar presenciando algo que, más que exhibirse, se insinuaba.
En tiempos donde la hibridación, la tecnología y la dilución de fronteras entre lenguajes artísticos hegemonizan el discurso curatorial, Vecino insiste con la pintura, no como gesto reaccionario o nostálgico sino como una obstinada apuesta por la especificidad del medio. En su universo, la pintura no es un refugio, sino un campo de tensión y una forma de extrañar la realidad. Sus personajes suspendidos, sus fondos planos, sus objetos descentrados componen una poética del silencio, donde lo que no se dice importa tanto como lo que se muestra.

El trabajo técnico es impecable. Las famosas sanguinas, temples y pasteles de Vecino reafirman su condición de artesano meticuloso. La producción es prolífica, pero no por eso menos cuidada. En sus obras hay ecos de De Chirico, Berni o Goya, pero también del arte grecolatino, de la iconografía cristiana y de una melancolía popular argentina que no necesita explicitarse para ser reconocida. Vecino cita, claro, pero lo hace desde el juego. Como escribe Florencia Abadi en el catálogo de la muestra: “Lejos de la seriedad solemne o de compromisos presuntos, nos advierte que la pura seriedad pertenece al juego. Actualiza el pasado —eso es lo que hace de suyo cualquier cita— pero sobre todo se mimetiza, disfraza, representa a otros, se divierte y divierte”.
Esta dimensión lúdica, lejos de restar densidad a la obra, la potencia. Porque el extrañamiento que produce no es frío ni clínico sino que está cargado de guiños, de afectos, de una teatralidad que se permite también la parodia. Hay, sin embargo, una pregunta que sobrevuela la muestra: ¿puede el juego sostenerse sin que el pathos se diluya? En algunas obras, ese filo se sostiene con maestría; en otras, parece desbordarse en una sobreactuación que debilita el misterio. Aun así, es innegable: Vecino es uno de los artistas más talentosos de su generación.

La inauguración, convocada por Grupo Mass bajo la dirección de Micaela Carlino y Facundo Garayalde, fue un evento en sí mismo. Intelectuales, figuras del espectáculo, coleccionistas, políticos y socialites se dieron cita en una escena que evocaba cierta Buenos Aires de los 90: más frívola, sí, pero también más vital. Esa atmósfera, de hecho, parecía contaminar (en el mejor de los sentidos) el espíritu de la muestra. Porque la pintura de Vecino, aunque ensimismada, no es solipsista. Mira hacia afuera, se deja afectar, se deja mirar.
Este regreso marca, sin dudas, un nuevo capítulo en la carrera de Vecino: más maduro, lúdico y suelto. Y si bien su obra sigue exigiendo del espectador una mirada atenta y un cierto descentramiento, también ofrece algo cada vez más raro en el arte contemporáneo: placer. El placer de la imagen, el gesto preciso y el del humor elegante. Vecino vuelve y su voz se escucha más clara que nunca. No porque grite, sino porque ha aprendido a susurrar.