La artista habló en esta entrevista de Polvo, su rockero flamante segundo disco, pero también de varias cosas más: de lo animal y lo performático, del cuerpo y el deseo, del amor y la sexualidad, del pasado y el presente del artista- gestor, del disco como totalidad expansiva y del agua como fascinación.

Paula Maffía es una cantante y compositora argentina que se dedica a la música desde los 15 años. Forma parte de Las Taradas, una orquestina de señoritas que reformula clásicos de los ‘40 y ‘50, e integra Boca de Buzón, un dúo de poesía y canciones con Mana Bugallo. Es docente y también ilustra y escribe en su tiempo libre.

La entrevistamos para revista Zibilia, con el objetivo de que nos cuente sobre la presentación de su nuevo disco Polvo, en el Teatro Margarita Xirgu.

Este disco es distinto a lo que venías trabajando. ¿Cómo fue el proceso creativo de Polvo?

Es interesante porque varias personas me dijeron que era distinto. Yo no hice nada distinto (risas). Creo que es un disco que tiene un pie más puesto en el rock, algo muy orgánico en mí. Ojos que ladran (2015) es más orquestal. Me sentí siempre muy cómoda en el rock, me crié ahí. Mi primera banda (Acephala) era punk, a Lucy Patané la conocí en un concierto de hardcore. Me siento muy buena haciendo rock, es parte de mí.

En una entrevista dijiste que sos un animal performático. Ernst Cassirer señalaba que el hombre es un animal simbólico, porque reflexiona sobre lo que hace: ¿cómo traducís este animal performático, arriba y abajo del escenario?

Para mí, el concepto de animal nace con Aristóteles, por el animal político. No hay que reducir al hombre a un conjunto de instituciones, ni tampoco olvidar la animalidad que nos coloca como pares en relación a los otros habitantes de la Tierra. No hay una búsqueda mentada, refinada de hacer performance, sino vinculada a la visceralidad. Siento que la performance me toma: dejo de ser humano y paso a ser animal. Me deshago de mis ropas humanas. Así empecé a disfrutar de la música, desde muy piba. Soy una persona mental, y encontrar un escenario ritual para desatarme fue liberador. Arriba del escenario soy profundamente yo, soy ilimitada. 

A lo largo de tu obra hay dos ejes muy claros: el deseo y el cuerpo, ¿cómo los incorporás en tu trabajo?

Poner el cuerpo y visibilizar el deseo son dos pilares urgentes en todo lo que yo haga. El deseo es un lugar de militancia, y hay que liberarlo de todo estigma. Muchas de mis vindicaciones pueden ser limitantes. Por ejemplo, milito mi sexualidad desde siempre, cómo, cuándo, dónde y con quién.

Me gusta también sortearme, y pensar en una sexualidad que no tenga que estar explicada o asociada a una genitalidad. Pienso: ¿cómo es una sexualidad a los 70 años? ¿Cómo funciona eso? Para mí, militar el deseo no es ser sexy dentro de unos cánones que, además, no nos interpelan mucho. Sino, hablar del deseo, romper los tabúes. El sexo es poder, puede ser códigos, modos de dominación. Son dos categorías entreveradas, mezcladas entre sí. Solemos meter todo en una misma bolsa, y en otra más grande que es el amor.

No se me ocurre algo más confuso que el amor, como hacer un trámite en la AFIP. Además estamos en una época donde estamos verificando qué cosas son amor, qué cosas son atracción. Por suerte, rompimos una carátula fatal como la de crimen pasional. Se escuda un crimen de odio en un crimen pasional, algo completamente ridículo. “Pobre hombre, mirá lo que lo llevaron a hacer, lo volvieron loco”. Entonces para mí, poner el cuerpo es indispensable en escena, hablando con el público, dando entrevistas. Es fundamental darle una continuidad a mi obra por fuera del escenario. También pienso mucho en el deseo, hay que señalarlo, con esa obsesión casi infantil: ¿qué es esto? ¿por qué? No hay que perder nunca este cuestionamiento por las cosas.

También incorporás el deseo y el cuerpo en otras esferas de la vida. Por ejemplo, en tu participación en la Campaña por la despenalización del aborto, o siendo parte de alguna agrupación de mujeres músicas.

Formo parte de MUCABA, que es una Asamblea Permanente de Mujeres y Disidencias Músicas de Capital Federal, que busca federalizar junto con otras asambleas del país y la región, para generar una nueva topografía del sector musical. Está todo muy centralizado en Buenos Aires y dominado por tres o cuatro jeques que siempre programan a sus amigos. Es una conducta naturalizada, la ves en los line ups de los festivales o cuando prendés la radio. La gente puede pensar que la música de mujeres no existe: si no lo veo, no existe, si no lo oigo, no existe. Bueno, estamos, existimos, sonamos. A las bandas de chabones no se les pide mucho. A nosotras se nos pide que seamos talentosas, afinadas, que llenemos estadios, que seamos lindas, es muy exigente. Nosotras tenemos que dar explicaciones para todo. Si la Inquisición es hacer preguntas, bueno, a nosotras nos siguen haciendo muchas preguntas. 

Entrevista: Vera Grimmer Realización: Felipe Malatesta

Dado que tenés un camino recorrido, ¿cómo ves las experiencias actuales de autogestión, en comparación a lo que hiciste antes? ¿Es más fácil ahora?

Empecé a tocar a los 17, 18 y esto coincidía con el 2001. Cuando estaba generando un circuito, sucede Cromañón. A prima facie, me rodeaba con músicos mayores que yo, no había muchas mujeres. En ese momento, publicabas en una revista o en un foro, pegabas un cartel en la sala de ensayo (busco banda, musiques). Promocionar un show significaba salir con engrudo y pegatinear la ciudad, graffitear las cortinas metálicas de las casas, fotocopiar los flyers en el centro de estudiantes, ir con un marcador encima y escribir las puertas de los baños. Después aspirabas a aparecer en páginas como rock.com.ar, myspace. Cuando empecé a tocar, grabar un disco era una epopeya, y ni siquiera tu banda sonaba bien. Tocabas donde podías, en sótanos infectos, con el piso pegoteado de cerveza. Tenías que vender las entradas antes del show, es decir, pagabas por tocar. 

Ahora podés subir un video a las redes y generás un montón de estruendo. Tenés redes sociales increíbles, fotografía y video a la mano. Te podés juntar ya no por géneros musicales, sino por otro tipo de afinidad: movidas por barrios, movidas feministas. Podés tocar en centros culturales, que tienen una visión del mundo similar a la tuya y reinvierten en cultura. Estoy muy feliz de haber estado donde todo empezó y más feliz aún de que las pibas jovencitas tengan todo esto a su alcance.

Lo único que considero que es más difícil es cómo hacer la diferencia en un mundo donde todos tenemos acceso a esto. En mi época, sobrevivir era insistir y tener una voluntad de hierro, ahora no sé qué se necesita. No sé qué vitamina se necesita ahora para sobreponerse a un mar de ofertas y personas. Las disciplinas están completamente enjambradas entre sí, esta promiscuidad de las artes me parece hermoso. 

Hay una cuestión híbrida todo el tiempo. Ya no se saca un disco, se saca un tema y vas probando a ver qué sale. Sacar un disco ahora es una apuesta.

Es una apuesta y una creencia. Saqué un disco con 10 canciones, si tuviera que sacar un simple, mi versión de “Canción de bañar la luna” de María Elena Walsh no tendría sentido. “Cometas”, una canción muy íntima y chiquita, no es una canción que está hecha para ser masiva si no para atravesar el corazón de una persona en particular. En los ‘90s, los discos traían tracks extras. Cuando compré mi primer disco de Tori Amos, compré el tercero porque traía 17 temas, y el primero traía menos. “Compro más tracks por la misma cantidad de dinero”, se llegó a utilizar esa lógica. Si sacás un simple, es una flecha que tiene que incendiar la mayor cantidad de personas. Un disco te permite sacar canciones que tienen un mensaje más personal, más profundo, para una audiencia más reducida.

Otra cosa que veo que mencionás mucho es esto del agua, tanto en el plano personal como artístico, ¿cómo te atraviesa?

Viajar a través del agua me parece increíble y caprichoso, en el imaginario mitológico y literario. Tengo recuerdos muy lindos de navegar con mi padre de chiquita, y después se instaló otra pasión mía que es el mundo homoerótico: los marineros de Jean Genet, por ejemplo. Me encantan los hombres solitarios que se lanzan al mar, a reflexionar en un medio extraño. Odio ir a nadar, odio el agua encerrada, pero una o dos veces al año me hago una escapada al mar. Entonces el agua expandida me fascina, me interpela mucho. El mar es el lugar donde la psique viaja, me parece insuperable.