
Con “solo” 79 años, se nos fue Diane Keaton. Decimos “solo” quizás porque siempre dio la sensación de mostrarse joven y vital aún en las últimas décadas, incluso en muchas películas que no estuvieron a su altura como intérprete. Esa frescura que mostraba todo el tiempo se sustentaba en buena medida, en su falta de miedo a mostrar sus rastros de vejez, que exhibía con total naturalidad. La veíamos con canas y arrugas cada vez más notorias, pero eso no le quitaba ninguna vitalidad, sino lo contrario. Por eso la sorpresa por su fallecimiento, por eso el pensar que “solo” tenía 79 años, como si todavía estuviera en su juventud.
La trayectoria de Keaton abarcó más de cincuenta años y una gran cantidad de films relevantes, pero una forma de pensarla es en dos etapas que definieron su legado artístico. La primera está ubicada entre la década del setenta y principios de los ochenta: son los tiempos de las dos primeras entregas de El Padrino (1972, 1974), de Reds (1981), de la sociedad sentimental y laboral que la convirtieron en referente creativo para Woody Allen. En esos tiempos, Keaton se llevó su primer y único Oscar, formó parte de una saga emblemática y se convirtió en una referente generacional.
Quizás (solo quizás, da para una discusión muy larga) haya sido en la saga dirigida por Francis Ford Coppola y protagonizada por Al Pacino donde la encontró, el papel donde desplegó mayores cualidades interpretativas. Su Kay Adams es una representación perfecta de ese Estados Unidos intelectual, pulcro, respetable, que convivía y se complementaba con el otro Estados Unidos, ilegal y marginal representado por Michael Corleone (Pacino). Y tiene momentos inolvidables: por ejemplo, en el plano final del primer film, donde una puerta se cierra, dejándola a Kay fuera de los asuntos de Michael, el rostro de Keaton dice mil cosas sobre su consciencia de las acciones de su esposo y cómo acepta o se resigna a su rol. Asimismo, la escena de El Padrino Parte II donde Kay le hace saber a Michael que la pérdida de su embarazo no fue accidental, sino un aborto inducido, es un momento de quiebre para ambos que muy pocos actores podrían llevar adelante con consistencia.
Pero posiblemente la actuación más recordada de la carrera de Keaton sea la de Dos extraños amantes (1977). Allí, en ese film de Allen cuyo título original es apropiadamente Annie Hall, el del personaje interpretado por Keaton, lo de la actriz es iconografía pura. Una forma de vestir, hablar, moverse -por momentos pareciera que flotara en la pantalla-, que tomaba elementos de la Nouvelle Vague francesa y la screwball comedy norteamericana para crear el paradigma de la comedia intelectual neoyorquina. Y cuya influencia atravesaría décadas, porque el cine de Allen quedaría siempre asociado a ese imaginario que Keaton ayudó a construir incluso desde su propio vestuario, que fue usado para la película.

Para hacerse una idea de sus repercusiones, buena parte de la comedia romántica de finales de los ochenta y casi todos los noventa evoca a Annie Hall, película, personaje y referente, todo a la vez. Uno ve las actuaciones de Meg Ryan en Cuando Harry conoció a Sally (1989), Sintonía de amor (1993) y Tienes un e-mail (1993) y no puede evitar pensar que esas mujeres totalmente empoderadas en su feminidad son reencarnaciones o reversiones del personaje encarnado por Keaton.
La segunda etapa importante de Keaton arranca a mediados de los noventa y se extiende casi hasta su fallecimiento. Ahí tenemos primero una película clave, que es El club de las divorciadas (1996), donde Keaton, junto a Bette Midler y Goldie Hawn, inventan un subgénero y hasta un esquema de producción. Estamos hablando de películas para adultos mayores protagonizadas por adultos mayores y sobre conflictos propios de adultos mayores. O lo que algunos llaman con algo de desprecio “cine geriátrico”, porque convengamos que la calidad de muchos de sus exponentes no es muy alta. El club de las divorciadas es una comedia discreta, sostenida en el carisma de sus tres protagonistas, que hacen lo suyo de taquito. Pero ese film le sirvió a Keaton para encontrar y a la vez reencontrarse con un público que la vio como una encarnación de sí mismos y sus dilemas: lo maternal, la vejez, la perspectiva de la soledad, los problemas de autoestima, la pérdida, la posibilidad del amor maduro, las reconfiguraciones afectivas, laborales y sentimentales.

El más exitoso de este tipo de relatos fue Alguien tiene que ceder (2003), otra película sobrevalorada por los espectadores y hasta la crítica, pero en la que Keaton se sacaba chispas con Jack Nicholson y nos generaba empatía aún siendo una representante de una clase social acaudalada y despreocupada.
Si tomamos en consideración no solo el fallecimiento de Keaton, sino también este año el de Robert Redford y Gene Hackman, podemos intuir que hay una época del cine norteamericano que empieza a irse. Pero también que sus construcciones culturales permanecen y pueden llegar a perpetuarse. Siempre tendremos a Keaton con su simpatía arrolladora y una feminidad que nunca necesitó de explicaciones o autoafirmaciones. Por eso sus imágenes están para siempre destinadas a causar felicidad o conmovernos por partes iguales. Keaton será eternamente joven.

