
La obra, ambientada en 1970 en el calendario goy (no judío) o 5730 en el judío, inicia con una docente de la colectividad que explica a sus alumnos (nosotros, los espectadores) quiénes son Las Moiras en la mitología: ¿hijas de Zeus o de la noche? En esa diatriba finaliza la clase anunciando que se tomará licencia por matrimonio y que cada año en la docencia es como el cálculo de la edad de los perros, vale por ocho. Más adelante, se sabrá que es la madre de Zippe (Analía Couceyro), una de las protagonistas y dueña de casa en donde se desarrollan las acciones.
A continuación, nos encontramos con una vivienda con arcadas al fondo, estantes con libros en los laterales y en primer plano una mesa con sillas, bandeja con masas, teteras y un trío de mujeres con vestuario ortodoxo made in Once a observar: chatitas con soquetes, polleras debajo de las rodillas, camisas cerradas hasta el cuello y pelucas. Se disponen a tomar el té mientras se entretienen con un juego de mesa.
En el desarrollo de la obra nos enteraremos que ese triunvirato se encarga de unir en matrimonio a los jóvenes de la colectividad. Y también ejerce el poder de habilitar la trasgresión de ciertas reglas como el planteo que hace una mujer de no querer tener más hijos -tiene 6 - por sentirse cansada.

El humor está presente en Las Moiras y alude a lugares comunes con los que se identifica a la comunidad judía: cierta avaricia (Tamar -Flor Piterman- mientras come, también esconde en su cartera trozos de la leicaj que es una torta de miel), cierto cuidado con los números (Zippe le hace firmar en un cuaderno a Ruth -Luciana Mastromauro-, la deuda por haber perdido la partida en el juego recientemente finalizado), cierto terror a la soltería (todas escupen cuando mencionan la desgracia de una mujer que, a los veinte y pocos años está sin casarse).
El diálogo ameno que tienen las protagonistas se ve interrumpido por la visita de una joven “solterona” de veinticuatro años que hace cinco que está en la búsqueda de marido. Se hace presente con una computadora con la intención de ofrecerles organizar el trabajo que realizan las casamenteras. La idea es sistematizar los datos de los y las candidatas: edad, estructura familiar o si es piadosa en el caso de las mujeres. El trío reacciona espantado ante la proposición. Seguramente, si fueran católicas se hubieran persignado y hecho la señal de la cruz. La contraposición entre tradición y algoritmo es tomado casi como una blasfemia por Zippe, Tamar y Ruth.

La joven disruptora es hija de un converso y tildada de “mishiguene” (loca) por el triunvirato. Poder elegir será la bandera que intenta enarbolar. A lo que Zippe le responde: “¿los matrimonios no arreglados son más felices? Esto por lo menos es más organizado”.
En el devenir del alboroto y debate que genera la propuesta, el Dibuk (espíritu maligno que posee a las personas vivas en la mitología judía), se apodera de la joven. El triunvirato se ve sorprendido por el despliegue corporal - demoníaco de la “solterona” y sin saber cómo reaccionar comentan:
-Tus intenciones eran buenas pero te pasaste de excitación.
-Le pasó algo con la voz. Nos habló con voz de varón.
La dueña de casa reacciona, habla por teléfono con su marido y toma la decisión de enfrentar al Dibuk y realizar un exorcismo judío. Para eso se cubre con el talit (chal con flecos que usan los varones religiosos) y se dispone a liberar a la posesa. Es una escena con alto voltaje erótico y humor. Cabe destacar la actuación descollante de la endemoniada, Fiamma Carranza Macchi.

Las Moiras es un paseo por cierto mundo, el ortodoxo judío. Ensambla con gracia la tradición, la mitología y un escenario que pervive, nombrándolo: el teatro IFT de la calle Boulogne Sur Mer, actrices como Cipe Lincovsky y Berta Singerman, sentencias como “Un gusano sólo puede entrar en una manzana podrida” o “Es muy malo mentir en el Once”. A propósito y a modo de advertencia, estar alertas a palabras desconocidas que se mencionan en idish. Atrapar su significado, un desafío en ocasiones difícil pero afortunamente no atenta al conjunto.
La obra finaliza con una canción que posiblemente universaliza un deseo, sin importar si se es goy o judía, “Yo no quiero un marido ni la eternidad sin arder. En el pecado tiene que haber algo divino”.