Orlando, De eso no se habla y El piano nacieron el mismo año en que Judith Butler publicó Cuerpos que importan. Pertenecen a tres directoras mujeres que se abrieron un espacio en el universo masculino del cine y mostraron qué es ser mujer y cómo mira una mujer.

En 1993, la reconocida teórica norteamericana Judith Bulter publicaba su segundo libro más famoso Cuerpos que importan, un complemento a su disruptivo El género en disputa, de 1990, que inaugura el giro queer -el giro raro- dentro de la teoría y el movimiento feminista. 

Una de las grandes discusiones que Butler abre con estos libros es la validez de la categoría “mujer”, que el feminismo, hasta ese momento, ha puesto como sujeto político en el centro de sus luchas. Su compleja e interesantísima teoría plantea que “mujer” es también una categoría culturalmente formada, con la que un yo termina identificándose, al pasar su cuerpo reiteradas veces por unos gestos, movimientos y frases socialmente regulados. La posición de Butler y la teoría queer son hoy día la corriente principal dentro de los estudios de género en el ámbito académico y de la formación en la militancia política de las minorías sexuales. No siempre fue así. 

A principios de los 90, decir “mujer” era levantar una bandera política que respondía a la necesidad de habilitar la presencia de esto femenino de los cuerpos en el ámbito público y en las posiciones de dirección -de dirección, incluso, de cine- como una fuerza disruptiva que hacía la diferencia. Hasta esa época, el feminismo a duras penas conseguía visibilidad como movimiento político en las calles o injerencia en los ámbitos institucionales, sobre todo cuando no se trataba ya de adquirir los mismos derechos que pertenecían históricamente a los hombres -la lucha por el derecho al voto es ejemplar- sino de llevar a la discusión pública el entramado opresivo que regía -y que aún rige- las vidas privadas. 

Si hubo un mainstream teórico dentro del movimiento feminista desde mediados de los 70 hasta principio de los 90, fue el feminismo de la diferencia, que pensaba los cuerpos de mujer portadores de un modo distinto de pensar y vincularse con el mundo, aplastado por los tiempos monumentales y opresivos del patriarcado. Un pensamiento impensable, porque la opresión había despojado a las mujeres de su lenguaje singular, para que eso femenino no alcanzara nunca su forma de pensamiento propio. Inventar el lenguaje que expresara esa propiedad del pensamiento de mujer era entonces la tarea. Y allí, el cine, aparecía como una oportunidad para experimentar esa expresión. 

Entre esas rarezas que buscan su propio lenguaje -cuando rareza y diferencia se encontraban- hallamos tres películas (Orlando, De eso no se habla y La lección de piano), nacidas en 1993, de tres directoras mujeres que supieron abrirse un espacio en el universo tan masculino del cine.

Orlando, Sally Potter (Gran Bretaña)

Es el primer gran éxito de esta directora inglesa y está basada en la novela Orlando, una biografía de Virginia Woolf.

Diferencia. “La misma persona, distinto el sexo” dice la ambigua Orlando desde el cuerpo andrógino de Tilda Swinton, en una de sus especiales miradas a cámara, que establecen con el espectador un lazo narrativo singular. Luego de una de esas misteriosas e interminables siestas que restituyen la juventud y vida de Orlando -el barroco cortesano bendecido con un hechizo de juventud eterna por la Reina Isabel- su cuerpo se levanta y descubre en el espejo un par de diferencias anatómicas: le han crecido unos pequeños pechos y nada se hace visible ahora entre el pelo pubis. Por el resto, Orlando sigue siendo la misma persona culta, libre y melancólica, herida de amor. Sin embargo, tras esta transformación, ya no es igual la trama de convenciones para este cuerpo nuevo: el trato en el salón social es denigrante y la vestimenta, incómoda, una barrera que contra el mundo.   

Propiedad. Y hay aún una diferencia más violenta a causa de esa disparidad anatómica menor: ahora a Orlando, la ley no le permite conservar el título de la propiedad que la gran Reina Virgen le legó con el hechizo de la juventud perpetua. ¿Pero eso es todo? ¿Es toda la diferencia? No. Hay nuevas propiedades en el cuerpo nuevo que no están en el espejo y aparecen cuando la propiedad deja de importar: el placer de un encuentro con un amante libre y el descubrimiento de la maternidad posible.

Madre e hija. Es el vínculo que le llega a Orlando sobre el final de la película, que se abre como un futuro de cambios. Una pequeña niña. En una pradera atemporal, lleva entre las manos una cámara y filma, inventando ese lenguaje también nuevo, abierto al encuentro de diferencias invisibles, porque la cámara puede mostrar lo imposible de ser mirado.

De eso no se habla, María Luisa Bemberg (Argentina)

Es el último largometraje de la directora argentina, quien inició su carrera en la dirección a los 58 años y filmó algunas de las más destacadas películas del cine nacional de los años ochenta.  

Madre e hija. “Pero la felicidad no es lo más importante, mamá”. Lo dice Carlota, la protagonista, recostada con su madre viuda, en la cama matrimonial, a la luz de la siesta de pueblo perdido en los años 30, mientras charlan sobre su futura boda. El vínculo de sobreprotección se proyecta desde la primera escena, cuando Leonor establece, alrededor de su hija, un perímetro de silencio respecto de su rasgo más evidente. La niña, bien educada, sobre su cuerpo encarna todos los gestos de una chica casadera, pero en ese cuerpo los gestos fácilmente se hunden en la abyección: encarnan fallidos por esa diferencia en la carne que no debe encontrarse con la voz. 

Diferencia. La diferencia no es aquí sexual, Carlota es enana. Pero “enana” es una palabra demasiado pequeña para la fuerza vital de Carlota, para su sensibilidad y su agudeza. Leonor lo sabe y por eso no quiere que nadie la pronuncie sobre su hija. Así, paradójicamente, no la deja crecer. Procura sin embargo su felicidad: le encuentra en un amor genuino, un marido, la seguridad de lo propio. 

Propiedad. Pero, ¿qué es lo propio si lo singular no puede ni aún pronunciarse en palabras? La felicidad no es lo más importante y mejor es encontrarse en el espejo que llega de afuera, en la identidad que viene con un circo y encuentra el escape y crecimiento del trabajo. La fuerza de sí, halla la palabra silenciada y la excede: abandona la felicidad para irse.  

El piano (Jane Campion), Nueva Zelanda

Es la gran película que marca la trayectoria de esta directora neozelandesa y que quedó primera en la lista de las 100 mejores películas dirigidas por mujeres, que hizo la BBC en 2019. 

Propiedad. Un barco llega a tierras lejanas cargado con una preciada mercancía: el cuerpo de una esposa, que lleva adheridos otros dos cuerpos amados: un piano y una niña. El marido propietario espera tomar posesión de la esposa. La niña va con ellos, pero el piano queda abandonado en la playa. Ese pequeño territorio musical, ese territorio de pasión, es comprado por el vecino que, poseyendo el objeto del deseo de la mujer, logra llegar hasta su cuerpo amante. 

Madre e hija. La esposa no habla, la hija es su traductora ante el mundo. El movimiento del cuerpo las comunica, un lenguaje de señas que es casi una danza. Entre ellas hay un lenguaje distinto a la lengua del esposo. Y la niña comunica ambos. Pero sintiendo amenazada por el vecino la exclusividad vincular con la madre, la traduce mal, traicionándola, y su acción desata la tormenta final.

Diferencia. En tierra extranjera, todo es diferente frente a lo uno que encarna el marido. Un mundo de lodo y selva que hay que comprender y traducir de manera múltiple. Frente al inglés del colono: la lengua nativa, sus cantos, sus líneas pintadas sobre el rostro blanco del vecino, que conoce las lenguas y está abierto a aprender otras. Como la del sonido del piano, la del cuerpo de la mujer, la del dolor de la niña. Cuando el amor llega, se expande como la música, conectando territorios traducibles.