En las últimas décadas, al cine norteamericano le cuesta premiarse a sí mismo: en los últimos veinticinco años, solo en ocho ocasiones el ganador del Oscar al mejor director fue estadounidense. Dentro de esa tendencia, uno de los más perjudicados ha sido Paul Thomas Anderson: ya fue nominado en tres ocasiones y la vez que estuvo más cerca de ganar, en el 2008, perdió frente a otros norteamericanos, Joel y Ethan Coen, que se llevaron el premio por Sin lugar para los débiles.

¿De quién hablamos cuando hablamos de Paul Thomas Anderson? Posiblemente al autor más poderoso que dio el cine norteamericano en los últimos treinta años, un cineasta que con apenas diez films ya se ganó un lugar importante en la historia del cine moderno, que comenzó a hacerlo con su ópera prima, Vivir del azar (1996), un policial donde no tuvo tanto control creativo como en el resto de su filmografía, pero que le sirvió para aprender a manejar los egos involucrados en las producciones sin perder una huella propia. Y que en su trayectoria ha mostrado tantos rostros estéticos y narrativos, que es difícil definirlo, por más que constantemente nos esté dando pistas. A tal punto que uno puede elegir su PTA favorito y seguramente será muy diferente al escogido por otros.

Puede ser el Anderson de su segunda película, Boogie Nights: juegos de placer (1997), donde ya muestra plena madurez desde el arranque, con un plano secuencia notable, que, en apenas tres minutos, con la cámara moviéndose de un lugar a otro con suavidad y decisión, nos presenta un mundo y sus personajes. Y que desde ahí empieza a contar las aventuras de un joven (Mark Wahlberg) en la industria pornográfica a finales de los setenta y principios de los ochenta. Un relato repleto de superficies y colores, de sonidos interactuando entre sí, de cuerpos expresivos no solo sexualmente, sino ética y profesionalmente. Un film de sueños cumplidos y a la vez rotos.

O quizás el Anderson de Magnolia (1999), su tercer opus, un drama coral que está siempre al borde de descarrilar, pero que se las arregla, de forma sorprendente, para eludir las manipulaciones y miserabilismos en las que cayeron films con estructuras similares, como Babel o Crash. Una película desbordada y desbordante, con un elenco donde se destaca Tom Cruise desatado y al mismo tiempo íntimo, sentido y contenido, pleno de autenticidad y humanidad. Un retrato arrollador de la vida urbana, de la búsqueda de amor, el perdón y la redención, tan vital como angustiante.

Muchos eligen a ese giro rotundo que fue Embriagado de amor (2002), esa comedia de Adam Sandler en clave indie, que mete al típico personaje del actor -ese tipo explosivo y violento, pero querible- dentro de una comedia romántica lunática. La película más corta de Anderson (apenas algo más de noventa minutos), pero en las que se las arregla para que pase de todo y sorprendernos de mil formas diferentes. Un relato que nos dice que la persona correcta para nosotros está ahí, afuera, esperándonos, para hacernos sentir los indicados.

Buena parte del consenso se va para Petróleo sangriento (2007), el Citizen Kane de Anderson, centrada en un negocio despiadado y en un personaje gigantesco y terrible, casi mítico en su ambición. Un ser más grande que la vida, al que Daniel Day-Lewis compone en clave bestial y cruel, en una actuación inmensa e inolvidable. Un film donde todo es leyenda, incluso la verdad, en la que el sonido es un protagonista más y en el que el paisaje se convierte en el reflejo del lado más oscuro de una sociedad y su lenguaje cultural.

Pero también está la alegoría a los movimientos religiosos como la Cientología en The Master (2012), que es también el retrato de un vínculo enfermizo entre dos individuos opuestos y complementarios, a los que Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman encarnan con una química asombrosa. O la contraposición en tono, con sus atmósferas lisérgicas, de Vicio propio (2014), en la que Anderson adapta el libro de Thomas Pynchon, considerado por muchos como inadaptable, a partir de imágenes que son más bien sensaciones e ideas. Aunque incluso varios puedan preferir el drama de época contenido y calculado, sutil y preciso de El hilo fantasma (2017), otra vez con Daniel Day-Lewis, cuyo personaje encuentra, en la contraparte femenina interpretada por Vicky Krieps, la horma de su zapato.

Para quien escribe, el Anderson preferido es el de Licorice Pizza (2021), una hermosa comedia juvenil, protagonizada por un chico de 15 años y una chica de 25 que, cuando se juntan, son pura dinamita. Dos planetas chocando y sacudiendo el universo entero, que a su vez los zamarrea a ellos, en un relato donde el disparate es la lógica dominante, en la que la juventud no es una etapa a la que recordar con melancolía, sino un presente eterno.

Aunque es posible que eso cambie, que Una batalla tras otra, que viene sumando críticas y comentarios elogiosos a más no poder, pueda ser la nueva favorita de muchos espectadores. Es que el Anderson favorito, ese que nos fascine y que nos haga sentir que nos cambió la vida, siempre puede ser el próximo. Que cada uno elija su propia aventura.