Finalmente llegó el momento que muchos esperábamos y, a la vez, temíamos. Después de décadas de especulaciones, proyectos frustrados, distintos nombres circulando (desde Adolfo Aristarain a Lucrecia Martel) y formatos discutidos, tenemos una adaptación de El Eternauta, la legendaria novela gráfica de Héctor Germán Oesterheld. No será una película, sino una serie de (en principio) dos temporadas, cuya primera entrega se estrena hoy en Netflix y que tendrá en el protagónico a un nombre soñado y a la vez problemático, como es el de Ricardo Darín, el actor argentino más popular y emblemático de los últimos treinta años.

Decimos “problemático” no solo porque Darín no luce muy parecido a Juan Salvo, el protagonista y narrador de la historieta publicada originalmente entre 1957 y 1959. También porque Darín es una marca en sí mismo, un intérprete con una impronta propia que muchas veces logra que los personajes se adapten a él y no al revés. Para decirlo de otro modo: ¿veremos a un Salvo a quien las circunstancias fuerzan a ser líder y que en muchas ocasiones se ve dependiente de otros, como en el relato original? ¿O a alguien con un liderazgo natural y dominante de la escena, como suele ser Darín en muchas de sus películas?

Eso nos lleva a otros interrogantes, vinculados a los cambios introducidos por la adaptación pergeñada por Bruno Stagnaro: desde el traslado de la historia a nuestro presente, pasando por los nuevos esquemas de relaciones entre los protagonistas, hasta la presentación de nuevos personajes. Lo cierto es que esa discusión vendrá luego del estreno de la serie. Antes queda preguntarse por qué se seguía discutiendo la posibilidad de una adaptación, sea en formato de película o de serie, de acción real o de animación, situada en el presente o en los cincuenta.

Surge el interrogante de si una obra escrita hace casi setenta años, aunque continuada y reversionada a lo largo de las décadas siguientes, puede interpelar a las generaciones más jóvenes, a esas que no conocieron el presente de la narración y que no necesariamente pueden comprenderlo. El interrogante de fondo es si El Eternauta sostiene, pese a los vaivenes culturales y comunicacionales del nuevo milenio, su estatuto de clásico, de obra inoxidable que trasciende las fronteras del tiempo. La respuesta es que sí y vamos a tratar de desarrollarla un poco.

Dejando de lado las explicaciones obvias, El Eternauta no es un clásico porque presenta un héroe colectivo, por más que el propio Oesterheld haya hecho hincapié en ese factor como uno de los pilares de su mirada al momento de construir la historia. No de manera ideológica al menos, porque no hay un descarte o subestimación de lo individual en favor de lo grupal, sino más bien un contraste e interacción de las perspectivas. Es que Salvo podrá integrar un grupo donde se unen fuerzas entre personas con distintos bagajes de conocimientos, habilidades y pertenencias, pero su motivación es plenamente individual: proteger a su familia, a su núcleo afectivo más cercano. La lucha por un bien mayor (evitar la extinción de la humanidad) convive de esta manera con lo íntimo y personal, por lo que el mérito de la narración consiste en poner ambos recortes en igualdad de condiciones. Y lo hace -consciente o inconscientemente, no importa mucho- porque no elude que ambas esferas se necesitan y retroalimentan entre sí. Para salvar a la humanidad, se necesita tener un punto de referencia particular y para salvar a los propios se debe tener en cuenta al colectivo. Nadie se salva solo.

El segundo factor que destaca a El Eternauta es su progresión conflictiva y cómo esta se enlaza con lo espacial. Inicialmente, dejando entrever que lo que se va a contar es una tragedia y explicitando la función del narrador, con Oesterheld mostrándose como alguien encargado de transmitir los hechos contados por un tercero. Luego, mostrando una cotidianeidad alterada repentinamente por un evento difícil de explicar (esa nevada que aniquila todo ser vivo que toca) y que se va revelando como mucho más abarcativo de lo pensado al comienzo. Después, zambulléndose en una trama de invasión alienígena, donde se deja en claro -explícitamente- que los protagonistas juegan un rol secundario y relevante a la vez dentro del panorama general.

Siempre, con un paisaje urbano que se ve totalmente reconfigurado, convirtiéndose en algo ajeno sin dejar de ser propio: el Estadio de River Plate, Plaza Italia y el Congreso Nacional pasan a cumplir nuevas funciones sin dejar de conservar sus respectivas dosis tanto icónicas como rutinarias. El Eternauta se siente familiar y creíble, sumamente terrenal -no hay monumentalismo en su urbanidad, sino cercanía y empatía en la conexión con los personajes- en gran medida gracias al notable trabajo en las ilustraciones de Solano López.

La razón final para que El Eternauta se imponga como una novela gráfica apasionante y angustiante, que atrapa al lector desde la primera página y no lo suelta más, a partir de una historia donde cada giro tiene una lógica impecable, es su despliegue de personajes. No solo Salvo, ese hombre de familia y dueño de un pequeño y próspera existencia que es detonada de un momento a otro. También Favalli, el profesor inteligente y líder nato, que por momentos exhibe cierta soberbia intelectual pero cuya perspicacia lo conduce hacia una sufrida humildad o Franco, el tornero que representa a una clase trabajadora joven e incansable pero leal y honesta en sus acciones. Ninguno de ellos encaja en un estereotipo, sino que se alimentan de ellos y consiguen trascenderla. Desde ahí transmiten una bella y dolorosa humanidad, porque al fin y al cabo habitan una tragedia, donde la pérdida es la regla dominante.

De ahí que El Eternauta pueda conservar su encanto, por más que sea reivindicada por un público adulto de más de 40 años. En el fondo, a pesar de sus derivaciones argumentales y las interpretaciones políticas que puedan aplicarse, estamos ante una historia simple, sobre gente tratando de sobrevivir a una situación y un enemigo que los supera. Cómo no identificarse con la defensa de lo propio, con la noción de un lugar de pertenencia y cotidiano que súbitamente se ve amenazado, con la idea de que los seres queridos pueden no estar más de un momento a otro. Siempre habrá razones para leer una historia que nos interpela en lo más profundo de nuestras vivencias.