El 4 de mayo se estrena en la Argentina Misántropo, la nueva película de Damián Szifrón y la primera que el realizador hace en Hollywood. Allí se plantea un relato centrado en una agente de policía (Shailene Woodley) que es reclutada por el FBI para integrar un equipo a cargo de la identificación y captura de un homicida que acaba de matar a 29 personas sin dejar una sola pista. Este retorno de uno de los cineastas más exitosos y populares de la Argentina es una buena oportunidad para repasar su carrera y aspectos de su vida que son determinantes para entender su filmografía.

En cierta forma, el rumbo recorrido por Szifrón tiene algunos puntos de coincidencia con los caminos emprendidos por dos cineastas a los que inevitablemente tuvo como referencias: Steven Spielberg y James Cameron. En el primero porque su formación cinéfila durante la infancia y adolescencia es decisiva para pensar su mirada sobre el mundo. El segundo, porque su carácter obsesivo y hasta megalómano ha ido de la mano con éxitos arrasadores, incluso a veces contra muchos pronósticos.

Nacido el 9 de julio de 1975 en Ramos Mejía, Szifrón es de ascendencia judío-polaca. Su infancia estuvo marcada por un padre amante del cine y una madre que disfrutaba realizar trucos de magia. Esta combinación de miradas y ascendencias condicionarían su vocación posterior. Junto a su papá, de chico consumía cine como adulto: horas en el videoclub, ciclos televisivos como Sábados de Súper Acción, jornadas de varias películas seguidas en cines de la calle Lavalle como el Atlas o el Monumental empezaron a formar parte de su rutina.

Sí, la historia de Szifrón empezaba a parecerse a la de Spielberg. A tal punto llegó la obsesión, que en 1984 su padre sobornó a un boletero para que dejara entrar a su hijo a ver Terminator. Cameron también empezaba a cruzarse desde temprano en el camino del muchacho.

Esa educación inicial informal, se trasladarían a su educación posterior. Primero siguió la especialidad de Medios de Comunicación en la Escuela Técnica ORT y luego estudió Teoría del Cine con el legendario crítico Ángel Faretta. Completó su formación con la carrera de Dirección Cinematográfica en la Universidad de Cine (FUC), uno de los semilleros de lo que después se conocería como el “Nuevo Cine Argentino”. Pero, a principios de los noventa, el comercio de su padre cayó en la quiebra y Szifrón, además de estudiar cine, debió salir a buscar trabajo. Ya era claro que tenía el talento y, por suerte, también los contactos.

Su entrada a la televisión fue en 1994, como asistente de producción en Ritmo de la noche, uno de los programas más exitosos de Telefé. Luego, en 1996, pasó a desempeñarse como productor de exteriores en Atorrantes, programa de humor conducido por Pato Galván. Allí empezó a quedar claro para muchos que trabajaban en el medio que era alguien distinto. En ese lugar también conoció a la que sería su futura esposa y madre de sus hijas: María Marull, actriz, dramaturga y directora de teatro, que trabajaba allí como notera. Faltaba poco para que se convirtiera, con apenas 26 años, en el director de una de las ficciones argentinas más importantes de las últimas décadas.

Como Polka, el sello de Adrián Suar que pisaba fuerte en Canal 13, varias productoras intentaban entrar en la televisión abierta con diversos pilotos. En ese contexto, cuatro actores, Federico D’Elia, Alejandro Fiore, Diego Peretti y Martín Seefeld, se asociaron para producir un proyecto propio. Se contactaron con el jóven director, quien les presentó la historia de un grupo de profesionales que resuelven problemas y conflictos mediante operativos de engaño y simulación. Esa idea, que poseía elementos de Misión: Imposible y Brigada A, entre otras influencias, se tradujo en un piloto que deslumbró a Axel Kuschevatzky, que en ese entonces era productor de Telefé.

Los simuladores, estrenada en el 2002, era un producto que intentaba procesar el momento político y social gestado por el estallido del 2001. Si las injusticias entre personas y grupos eran formas de violencia que podían tener ramificaciones físicas, económicas, culturales y psicológicas, la serie encontraba una vía para procesarlas o superarlas. El camino era el artificio, el engaño, la ilusión, trucos de magia -como la que le gustaba a la madre de Szifrón- que recomponía el equilibrio perdido. Así, se encontraba un atajo para la felicidad en el medio de un panorama sombrío para el país.

Previamente, en el 2001, Szifrón había filmado su ópera prima, El fondo del mar, que recién llegó a los cines en el 2003. En esa comedia negra una pareja era puesta en crisis desde un relato marcado por la obsesión y en el cual el conflicto sólo se resolvía a medias. Allí, el realizador ofrecía otra mirada sobre la violencia, de carácter más personal e íntimo, aunque subterráneamente no dejaba de ser un fresco social.

Sin embargo, los años siguientes de Szifrón seguirían mostrando resoluciones constructivas a las injusticias del sistema: Tiempo de valientes y Hermanos y detectives son pruebas de ello. Tanto la película del 2005 como la miniserie del 2006 son narraciones donde los lazos afectivos y el profesionalismo triunfan sobre la corrupción sistemática. También son obras que evidencian el carácter cinéfilo de Szifrón y su voluntad obsesiva por darle un sentido profundo a cada plano o decisión argumental.

Después de esos hitos, Szifrón decidió tomarse un descanso de la realización. Durante casi ocho años, no dirigió nada, aunque en el 2009 creó Bing Bang, una compañía que desarrolla diversos formatos para cine y televisión. También estudió, leyó y escribió distintos guiones. Entre los textos que escribió habían quince historias cortas, de las que terminó eligiendo seis para transformarlas en una película. Esa fue Relatos salvajes, que es una especie de conjunto de reflexiones sobre las expresiones sociales y culturales de la violencia.

Estrenada en el 2014, en el Festival de Cannes, se llevó una gran cantidad de premios internacionales, incluidos un Goya, un BAFTA y hasta una nominación al Oscar como mejor película extranjera.

Pero no solo eso: a medida que pasaban los meses, Relatos salvajes escaló posiciones hasta convertirse en la película más taquillera de todos los tiempos en nuestro país. ¿Cómo explicar semejante suceso? No hay una sola explicación, pero quizás esta pueda encontrarse en la mirada casi cruel que aplica Szifrón: si en Los simuladores los conflictos e injusticias podían resolverse de manera constructiva, aquí solo hay, en mayor o menor medida, pura destrucción. Otra vez, el cineasta consiguió interpelar con precisión a un clima de época: uno donde las diferencias -o grietas, si queremos ser más específicos con el lenguaje- se trasladan a marcos violentos sin posibilidades de retorno.

El meteorito económico y artístico que fue Relatos salvajes le permitió a Szifrón ponerse en la mira de Hollywood, que para muchos realizadores como él puede ser un lugar de sueños, pero también de pesadillas. Durante varios años, ha barajado varios proyectos distintos: una versión cinematográfica de El hombre nuclear (que finalmente no se concretó), un western titulado Little Bee y una comedia romántica llamada La pareja perfecta. Fue Misántropo la que llegó al final del recorrido, en una apuesta ciertamente arriesgada, a partir de cómo aborda un subgénero (el de asesinos seriales) que últimamente ha quedado relegado en la consideración del público.

Pero, tras el lanzamiento de Misántropo, Szifrón no planea detenerse. Es más, ya tiene planificado para el año que viene un viejo sueño, que es, a la vez, una vuelta a las fuentes de recorrido creativo. Hablamos de la película de Los simuladores, que ya tiene garantizados los retornos de sus protagonistas. Esa será una buena oportunidad para ver si conserva la capacidad de leer con acierto las coyunturas sociales y darles una interpretación artística impactante. También veremos de qué forma su cinefilia puede volver a pisar fuerte en nuestro presente cinematográfico.