Muchos realizadores cuyos nombres están inscriptos en la historia grande del cine desarrollaron su identidad con el correr de sus películas. Sin embargo, hay algunos directores que ya en su ópera prima mostraron esos talentos especiales que los distinguirán del resto. En esta nota recorremos cinco directores que arrancaron con todo.

Los 400 golpes (1959), de François Truffaut

La infancia puede ser una montaña rusa que había sido retratada en muchas películas pero pocas lograron capturarla de forma tan patente la ópera prima de Truffaut. En cierto modo la estrategia del francés fue perfectamente lógica: cuanto más se conoce lo que se cuenta, mayores las chances de buenos resultados. Y lo que él decidió contar fue, a través de una puesta en escena de una honestidad y sensibilidad apabullantes, su propia infancia.

Sin duda la película debe mucho de su éxito al encuentro entre Truffaut y el actor Jean-Pierre Léaud que con su talento nato le dio una corporalidad sin igual a Antoine Doinel, ese chico sin rumbo y volcado a la criminalidad de poca monta. Tal fue el acierto inicial del director que Antoine Doinel - que era a la vez Truffaut y también un poco Léaud - volvió a incorporarlo en cuatro piezas más de su filmografía: tres largos y un cortometraje.

Grabada en nuestra memoria quedará la última secuencia de la película cuando Doinel corre de forma errática hasta llegar al borde del mar, luego se da vuelta y nos interpela con su rostro de forma demoledora, sin que podamos ser indiferentes a su mirada y su historia. En su debut directorial, Truffaut no solo ganó el premio de Cannes como mejor director sino que además le dio un impulso vital a la Nouvelle Vague.

El cuchillo bajo el agua (1962), de Roman Polanski

A veces no se necesita mucho para demostrar un talento único. Es el caso de este thriller cuyo andamiaje se arma con solo tres personajes en un barco: un matrimonio y un joven invitado de improviso. Esa austeridad, sin embargo, es sólo apariencia. Polanski despliega tensiones en una multitud de capas, no sólo en lo íntimo y en lo sexual sino también en lo social y en lo político.

En un espacio muy limitado, el realizador indaga en las miserias de las clases altas, las diferencias generacionales y las rigideces del comunismo que gobernaba Polonia en ese momento. Pero, además, se permite interpelar al espectador sobre sus deseos, oscuridades y perturbaciones. Lo hace con sutileza pero sin resignar crudeza ni atrevimiento, una sensibilidad especial que volverá a aparecer en obras maestras como El bebé de Rosemary y Barrio Chino.

Crónica de un niño solo (1965), de Leonardo Favio

Seis años después de Los 400 golpes, Favio hace su debut basándose en experiencias propias de su infancia. Ya en este primer film se ve claramente un estilo propio donde conviven la rusticidad formal con una sensibilidad inhabitual.

Polín, el niño protagonista, cuya existencia alterna entre la villa y los reformatorios, es claramente imperfecto e incluso tiene actitudes que serían fáciles de repudiar. Sin embargo, Favio nunca lo juzga y hasta lo observa con ternura, sin caer jamás en el paternalismo.

Ese delicado equilibrio para humanizar sin manipular ya mostraba a un realizador que no necesitaba de herramientas formales impactantes para conmover y generar empatía en el espectador. Con poca experiencia, Favio concebía una película que sería enormemente influyente en el cine argentino posterior.

Cabeza borradora (1977), de David Lynch

Cualquiera que haya visto aunque sea un film de Lynch sabe que su mente es tan desquiciada como única. También que de su cine solo puede esperarse lo inesperado. Pero cuando se presentó con esta película ante el mundo cinematográfico, su aparición fue un verdadero meteorito.

Nadie lo vio venir, nadie podía describir fácilmente lo que veía ante sus ojos. Repleto de escenas oníricas y perturbadoras, con una trama que coquetea de forma constante con lo anárquico, el film es todavía hoy una experiencia muy desafiante. Y, a la vez, sumamente estimulante si el espectador se permite dejarse llevar por su mundo sórdido y algo decadente.

Henry Spencer, el enigmático y conflictuado protagonista, sería el primero de una larga serie de personajes fascinantes que conforman el universo “lyncheano”. Desde el vamos, Lynch se revelaba como un cineasta irrepetible.

Las vírgenes suicidas (1999), de Sofia Coppola

La hija de Francis Ford Coppola había tenido que sufrir las burlas de buena parte de la crítica por su discreta interpretación de la hija de Michael Corleone en El Padrino III. De ahí que, cuando debutó en la dirección, las presiones se redoblaran, ya que tenía que lidiar con el legado de su padre.

Sin embargo, Sofia supo basarse en la novela de Jeffrey Eugenides para concebir un relato subyugante, entre idílico y melancólico, pero finalmente angustiante sobre la tragedia que puede implicar el crecer y enamorarse. Con apenas una película, mostró que podía igualar las habilidades de su progenitor y al mismo tiempo desmarcarse por completo, a partir de un estilo propio y distintivo. De paso, se posicionó como una voz original y renovadora en el firmamento del cine independiente estadounidense.