
Era inevitable que la vida del gran Roberto Gómez Bolaños, conocido popularmente como Chespirito, tuviera su versión ficcionalizada. Chespirito: sin querer queriendo es entonces una bioserie que aborda su recorrido profesional y especialmente profesional del creador de programas El Chavo del 8 y El Chapulín Colorado. Es decir, de un comediante que con sus ideas, iniciativas y estilo propio marcó a fuego por lo menos dos décadas televisivas, construyendo un legado que supo atravesar a múltiples generaciones.
De esa experiencia compartida intra e inter-generacionalmente, entre padres e hijos, entre hermanos y amigos, puedo dar plena fe: mis recuerdos televisivos más vívidos están asociados a la década del noventa, pero incluyen a El Chavo del 8 y El Chapulín Colorado. Es decir, a programas que se emitieron mayormente en la década del setenta y los ochenta, pero que cuando los vi conservaban plena vigencia. Y cuando hablo de vigencia, no me refiero solamente a lo temporal o lo estético, sino principalmente a lo cultural y lo humorístico. Podían ser series reconociblemente mexicanas y con una puesta en escena que ya a esa altura lucía un tanto avejentada, pero que manejaba un tipo de comicidad universal, que le permitía convertirse en un evento ritualizado y tradicional.

Es que, cuando pienso en El Chavo del 8 o El Chapulín Colorado, no recuerdo solo sus historias, personajes y chistes. Recuerdo, principalmente, el acto de mirar, a mí mismo, junto con mis hermanos, frente al televisor de Judith, mi abuela materna. En mi hogar no había televisión -mi madre era orgullosa enemiga del dispositivo y solo aceptó que hubiera uno durante el Mundial de 1994-, pero teníamos nuestro espacio (y tiempo) televisivo en lo de “la Iaia”. Ella, por más que hubiera tenido una dura jornada laboral, nos preparaba una picadita e incluso los viernes una cena con “postrecito” (usualmente un chocolate con maní Felfort) incluido. De ese ritual diario y semanal de mi infancia fueron parte canales como Magic Kids y series como Montaña rusa, Los Simpson y claro, las creaciones de Chespirito.
Lo ritual encajaba a la perfección con el humor pergeñado por Chespirito: todo rito incluye la repetición de acciones y discursos, y eso era esencial en El Chavo del 8 y El Chapulín Colorado. Cada personaje, empezando por el Chavo, tenía un conjunto de gestualidades y latiguillos que los definía, y al cual repetían hasta el cansancio. Aunque en realidad no había cansancio, porque buena parte del éxito de esos programas residía en la espera de lo que ya se sabía que iba a pasar. Sabíamos, por ejemplo, que el Chavo, después de mandarse una macana, iba a decir que había sido “sin querer queriendo”, y ansiábamos que llegara el momento preciso en que iba a soltar esa frase carente de sentido y la vez perfectamente lógica dentro de la mentalidad del personaje. Chespirito logró hacer de la repetición una virtud e incluso un refugio para el espectador: a veces, no hay nada mejor que lo predecible, que saber, exactamente, cuando y de qué nos vamos a reír.

Ese mecanismo por lo cual lo previsible y repetido pasaba a ser algo bueno en vez de un defecto, estuvo sostenido en buena medida por guiones ajustadísimos, donde cada línea estaba pensada al detalle, en función de esa previsibilidad del acto de reír. También por un elenco que encontró, en cada personaje que le tocó -especialmente en El Chavo del 8-, la corporalidad justa e ideal. Cuando digo corporalidad, hablo de todo el cuerpo: desde la panza del Señor Barriga hasta los bigotes del Profesor Jirafales, pasando por los peinados de La Bruja del 71 y Doña Florinda, el físico casi raquítico de Don Ramón y el rostro tristón y querible del Chavo. Pero había un factor adicional y que descansaba en una lectura social, que no era nada sutil, aunque no tenía tanta centralidad cuando se pensaba en el éxito conseguido por Chespirito.
Es que la “Vecindad” donde transcurría El Chavo del 8 era un microcosmos que reflejaba a la perfección un contexto sociológico repleto de tensiones, cuyas categorías explícitas estaban vinculadas a la realidad mexicana de los setenta, pero que poseía una gran universalidad. Las características esenciales de cada personaje -el huérfano que era el Chavo, la madre soltera que era Doña Florinda, el niño malcriado que era Quico, por nombrar algunos ejemplos- se constituían en estereotipos que encarnaban representaciones de un tejido social a las cuales era fácil identificarse y reírse de ellas.
Pero no solo estaba presente lo paródico, sino también algo aspiracional, una voluntad de poner a convivir a figuras disímiles entre sí, que se la pasaban confrontando, pero que no dejaban de guardar un sentido comunitario algo errático, pero aún así funcional. En ese mosaico que era la “Vecindad” -que en algunos capítulos se extendía a la escuela, donde Jirafales era el trabajoso árbitro de los enfrentamientos- se encontraban, y lograban sobrevivir a ese encuentro, versiones exageradas e hiperbólicas de nosotros mismos.
Lo que sucedía con El Chapulín Colorado era distinto y a la vez similar. La operación introducida por Chespirito no era la parodia, sino la sátira, una representación totalmente disfuncional, imposible, de un superhéroe. Lo que veíamos ahí eran las aventuras de un fracasado, alguien que se veía a sí mismo como un héroe cuando no tenía más que la intención de serlo, porque carecía tanto de poderes como de inteligencia. Pero en esas situaciones plagadas de ironía, donde el físico desgarbado de Chespirito tenía un rol decisivo, había también algo aspiracional, un permitirse el deseo del heroísmo, el sacar a la luz esa persona que solo quiere ayudar a los demás.
Porque, al fin y al cabo, ese mundo que nos ofrecía Chespirito era una versión deforme de nuestra realidad diaria, pero también optimista, deseosa de reírse de las diferencias, defectos y fracasos. Una donde los golpes y porrazos eran motivos de risa y no de dolor, que utilizaba los prejuicios para darlos vuelta como una media y que entendía que el chiste, cuando está bien ejecutado, puede repetirse hasta el infinito y hacernos reír siempre. Por eso el ritual de sentarse a ver las creaciones de un comediante irrepetible, de contar siempre con su astucia y, sin querer queriendo, tenerlo siempre en la memoria.