Fuimos a ver Los siete gatos de una vida, obra de danza teatro o teatro físico, ideada y dirigida por Catalina Briski. Y tan potente resultó, que la buscamos a Cata para conversar con ella sobre la puesta: su diversidad, los paisajes mentales que sugiere, el trabajo sobre los bordes del equilibrio, el grotesco y todas esas formas vivas de evocar la muerte. La obra, que estará todos los fines de semana de mayo en el Teatro El Perro, se presenta en las redes como una pieza de danza-teatro o teatro físico. Pero, ¿qué son estos nombres? ¿por qué no llamarla simplemente danza o simplemente teatro?

La pregunta es más profunda y nos lleva a otras preguntas: ¿por qué, en algún momento de la historia del teatro, una parte de la acción física del intérprete, se volvió muda y comenzó a llamarse danza? ¿por qué, en esos mismos tiempos, eso que siguió llamándose teatro, quedó dominado por el texto dramatúrgico, y la actuación se puso al servicio de lo que ese texto narra? Como si, por un lado, en la danza, disfrutáramos del cuerpo movedizo y callado del bailarín y, por otro, en el teatro, nos dejáramos captar por la voz de un actor que es pura palabra. No necesariamente las cosas deben ser así.

Gran parte del mejor trabajo escénico, durante siglo XX, fue un intento de salvar esa brecha entre el movimiento mudo de la danza y los cuerpos atados al texto del teatro. La pregunta sigue siendo: ¿qué mundo puede abrirse entre ambas cosas? ¿Qué luz brota de ese abismo histórico?

Catalina dice: “Tengo que confesar que la división entre danza y teatro me parece antigua. Y sería más que simplista decir que la danza tiene que ver con el movimiento y el teatro con el texto o la palabra. Creo que en ambos lenguajes está el cuerpo como protagonista: el tiempo, el espacio que ocupa, la afectación y su materia. Unir ambas disciplinas es como seguir la corriente. Es pura potencia, porque ambos lenguajes se complementan, se construyen en conjunto.”

La muerte en el inicio

“En el inicio hay una muerte, un velorio”. Así lo entendemos desde el momento en que entramos a la antesala del teatro El Perro y nos recibe, entre flores, el mascarón arrugado de un guitarrista, ciego y triste, dejándose guiar por su lazarilla. Él será durante toda la obra nuestro guía, un guía ciego dejándose guiar a través del tránsito de un duelo.

La obra no cuenta el duelo como la historia de una muerte, más bien lo transita en una sucesión de cuadros móviles que montan su instante poético. Dice Cata: “En Los siete gatos de una vida no hay hilo narrativo. No me interesa el hilo narrativo. Me gusta irme por las ramas. Es el instante poético el que genera huellas, signos que nos permiten pensar la vida.”

En una escenografía austera, nueve intérpretes fuera de tiempo, arman cuadros de época, de otra época, la última quizá en que la muerte fue tratada como un rito. “Siempre uso vestuarios de otras épocas, no actuales. Creo que es porque eran épocas que me siguen resultando más subversivas, más aventuradas, más del cuerpo”. Esa ropa en escena evoca imágenes de los comienzos del siglo XX, cuando en Argentina, también el teatro entraba en su aventura de autocreación: ese pasaje del sainete al grotesco criollo, en el que se inventaba, para el teatro, la subversión del estremecimiento vuelto risa.

Ese género grotesco del pasado es traído también a la escena, donde los intérpretes se tambalean y zozobran, se tambalean y zozobran -otra vez- se tambalean y zozobran, hasta que el espectador siente brotarle de adentro una risa en falsete, un final de borrachera, hasta que comprende la comicidad del espanto. El grotesco resucita a flor de piel. Pero esta vez sin palabras.

Sonoridades

O con palabras esbozadas, adivinadas entre quejidos y estertores. Entre gritos guturales, gemidos y estados corales en los que el canto se confunde con los instrumentos en escena. Dice Cata: “Algo que me resulta muy interesante es trabajar más sobre el significante que sobre el significado. Porque sí, es más musical: no ancla en un sentido quieto, sino que el sentido puede moverse”. Moverse en la carne de los intérpretes, que dan volumen a múltiples sonoridades, incluida las de los dos músicos, con su piano, su saxhorn, su guitarra, la voz y las mil máscaras que encarnan junto a los otros cuerpos. Los instrumentos como extensiones del cuerpo, los cuerpos como instrumentos musicales. “Me resulta impensado no tener esa sonoridad en vivo, así el instrumento como el cuerpo; a veces orquestando, a veces dando color, pero esa fusión es vital”.

Cómo no perder el eje

Visto con la lupa de la técnica, es claro que, en Los siete gatos de una vida, toda la acción corporal se lanza al movimiento desde un trabajo intenso en la pérdida y recuperación del eje. En la escena, esta pérdida y recuperación del equilibrio -tan normal al caminar, por ejemplo- está llevada al extremo, al paroxismo, justamente, al grotesco. La construcción grotesca de los desplazamientos está apuntalada por este andar de los cuerpos, que bordean siempre la caída… sin caer. “No podíamos hablar de la muerte, sin ponernos en vértigo. Salirnos de cierta formalidad del cuerpo alineado, ni tampoco una deformidad bella, sino un cuerpo en tensión constante. Bailamos para inventar otro cuerpo.”

Inventar otro cuerpo, bailando una danza heterogénea y diversa en la rica diferencia de los cuerpos en escena. Cuerpos diversos: algo tan difícil de encontrar en los escenarios porteños. Dice Cata: “No podemos, como teatro independiente, seguir reproduciendo y sólo representando cuerpos hegemónicos. No solamente es violento, es aburrido, es falso. La escena porteña necesita despojarse de la pose y volver a ser subversiva, sensible, tierna. El mercado avanza sin piedad.”

Una cuestión de luz

“Nos cuesta contemplar lo que está vivo”. Quizá por eso, como espectadores, necesitamos atravesar la muerte. Y para eso, bajar la luz hasta la penumbra, hasta la tiniebla, hasta profundidad uterina o lapidaria, la profundidad de los bordes. Que de la luz sobreviva un foco, un recorte, como en el cine. “Pienso la luz cómo la cámara, le doy foco, primeros planos, guío la mirada. Y a su vez me gusta mucho las sombras, los contras, lo tenue”. Es este trabajo constante de claroscuro lo que permite hacer aparecer entre los cuerpos las imágenes de infiernos multitudinarios, jolgorios ruidosos o quietas profundidades en las que la materia se agita, se agita la escena, que muere y se levanta, brillando en la penumbra, como los ojos encendidos de los gatos.