Si se repasa de manera rápida las implicancias del término “corrección política” -o su adjetivo “políticamente correcto”-, está referido a acciones cuyos objetivos son evitar ofender o colocar en desventaja a los individuos que integran grupos particulares de la sociedad. Es decir, encontrar formas para reducir al máximo comportamientos que puedan excluir, marginar o agraviar a personas que ya se perciben desfavorecidos o discriminados por sus géneros, razas o etnias. Esto genera una duda por partida doble: cómo determinar cuáles son esos sujetos marginados y/o en desventaja -más aún cuando todo depende de la percepción o autopercepción de las personas- y, luego, cómo instrumentar esa protección sin coartar la libertad de expresión.

Sin embargo, en este momento, el gran interrogante respecto a la construcción de un discurso políticamente correcto está más vinculado con su sostenibilidad, su coherencia y sus límites. ¿Hasta dónde se controla? ¿Hasta dónde se cuida? ¿Hasta dónde se ataca en pos de defender a alguien? ¿Se puede aplicar la misma vara para todos los casos? ¿Se puede sostener esa misma vara frente a situaciones puntuales que incomodan a los participantes de esa metodología? El auge del movimiento woke o el Black Lives Matter, sumado a acontecimientos como la masacre perpetrada por Hamas en Israel el 7 de octubre del 2023, han potenciado estos dilemas en los ámbitos académicos y artísticos. Y, si bien esa discursividad sostenida por sectores autodenominados progresistas ya evidenciaba una crisis creciente, la reciente explosión del caso de la actriz Karla Sofía Gascón se ha constituido en un clímax particular.

Recordemos lo sucedido: Gascón es la primera actriz trans nominada al Oscar y la película en la que actúa, Emilia Pérez, la más nominada con trece postulaciones. La producción de Netflix parecía tocar todos los núcleos temáticos requeridos (cambio de género, narcotráfico, desapariciones, violencia sobre la mujer) y Gascón el rostro amigable y superador de su campaña rumbo a los Premios de la Academia. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que la periodista musulmana Sarah Hagi sacó a la luz un conjunto de posteos en X (ex Twitter) publicados por la actriz entre el 2020 y el 2021, cuando todavía no había transicionado.

Allí desplegaba severas críticas al Islam que, de mínima son muy polémicos y de máxima bordean la islamofobia y la xenofobia. Ese fue el disparador para que otros empezaran un rastrillaje que llevó a la aparición de otros posteos, donde Gascón se mostraba despreciativa con la gala de los Oscar, ironizaba respecto a la vacuna china contra el COVID y hasta hacía comentarios filosos -aunque con poco lugar para malentendidos si se leían con un mínimo de atención- sobre Hitler o el asesinato de George Floyd. Queda claro que cuando Karla era Carlos, no se guiaba mucho por lo políticamente correcto.

Las consecuencias fueron inmediatas y lapidarias: prácticamente todo el espectro hollywoodense condenó sus dichos en duros términos. El elenco y los realizadores de Emilia Pérez buscaron despegarse de ella de manera poco discreta, Netflix la borró de todos los actos y piezas promocionales y se habilitó el repudió generalizado. Gascón ensayó como pudo una disculpa en una entrevista, pero ya era demasiado tarde: tuvo que dar de baja sus redes sociales y su nombre se convirtió en una mala palabra a tal punto que sus chances -y también de la película- descendieron de manera vertiginosa. No ha podido aparecer en ninguna de las premiaciones de las últimas semanas, está totalmente descartada su presencia en los Oscars y su entorno indica que ha caído en una honda depresión.

Gascón ha pasado a ser alguien “tóxico”, una figura incómoda. ¿Cómo congeniar su condición trans con sus opiniones que podrían caratularse como islamofóbicas o racistas fácilmente repudiable? Un ejemplo que demuestra el rechazo generado son las declaraciones del argentino Nahuel Pérez Biscayart, que en la alfombra roja de los Goya la calificó con soltura de “mujer blanca facha”.

No es necesario hacer un análisis profundo para preguntarse si no hubo un verdadero despliegue de crueldad hacia Gascón, empezando por el hecho de que se juzgaron comentarios que hizo hace cuatro años como si los hubiera hecho hace cinco minutos y si esos dichos implicaran acciones más allá de las redes. Medios norteamericanos muy relevantes, como Variety y The Hollywood Reporter, resaltaron el hecho de que el equipo de relaciones públicas de Netflix debería haberse ocupado de chequear las redes de la actriz y borrar sus posteos para evitar que se viralizaran y afectaran las chances de Emilia Pérez. Es decir, que todo se solucionaba con un poco de censura previa para que nadie se enteraba de que Gascón podía ser racista, islamofóbica o xenófoba, y pretender que era una persona ejemplar.

Quizás el problema de fondo está precisamente en eso de la pretensión y la supuesta ejemplaridad. En la necesidad de que Gascón fuera un modelo a seguir, alguien sin imperfecciones, que dijera todo lo que se quería escuchar y que se comportara de acuerdo a las reglas de etiqueta de un ambiente artístico que se pretende diverso, pero al que le cuesta admitir las disidencias y que viene practicando un doble estándar llamativo, donde se hacen manifestaciones contra la violencia machista pero no se habla de las torturas y asesinatos sufridos por mujeres durante el pogromo del 7 de octubre del 2023. La corrección política en el arte del presente ha pasado a ser útil como instrumento de censura, a convertirse en un manual de hipocresía, vigilancia y castigo, en el que el juicio es expeditivo, la sentencia impiadosa y el perdón imposible.

Todo esto lleva a que nadie se anime a decir lo que piensa, sino lo que le conviene. Así, más que nunca, instancias como los Oscars dejan de ser competencias de calidad artística sino de relaciones públicas, donde todos dicen lo esperable, lo “correcto”, en el momento y el lugar indicados. Y como no hay lugar para lo diferente, para lo disruptivo e incómodo, la cosa se vuelve previsible y aburrida. Así, el arte se vuelve pequeño e irrelevante, hasta un día dejar de ser arte.