
¿Es posible separar la obra del artista? Frente al debate que hace tiempo está en juego, me propuse hacer el ejercicio para evitar que -como dice una artista conocida- la biografía se coma a la obra. Sin embargo, hay casos donde el vínculo entre el arte y lo personal está tan entrelazado que las autorreferencias parecen colarse en cada detalle, haciendo que se vuelva necesario investigar más allá para comprender las referencias de la vida privada. Esa fuente incansable de inspiración.
La literatura de Caroline Blackwood (Londres, 1931) parece haber salido del arcón de los recuerdos más subterráneo, un lugar que nadie en su sano juicio querría habitar. A pesar de haber nacido en el seno de una familia privilegiada, donde el mero hecho de existir podría significar flotar entre pompas de algodón, fueron muchos los factores que hicieron del destino de la señora Blackwood un entramado de acontecimientos complejos, fantásticos y trágicos. Nació del frágil vínculo entre una madre heredera la fortuna más grande de Irlanda (su familia era dueña de la empresa cervecera Guinness) y un padre con un extenso linaje aristocrático.
Como ellos no eran capaces de la crianza en ningún aspecto, Caroline y sus dos hermanos fueron sometidos al maltrato de sus niñeras, una enorme falta de contención e incluso recursos básicos como comida. De esa infancia tumultuosa aparecen destellos en algunos de los cuentos seleccionados por parte de la editorial Chai para la publicación de "Ni una palabra", que cuenta con la traducción de Damián Tullio, como por ejemplo "Cochino", donde una niña llega a un internado de varones ya que por la guerra no puede irse lejos y termina tanto sometida como en una posición de rebelión y poder frente a un niño sacado de una pesadilla.
Esta selección de 11 cuentos, dividido entre Hechos, con reminiscencias de su vida personal como es el caso de Cochino, y el resto de los relatos Ficcionados, estremecen al punto de general agotamiento y desesperanza. Los personajes de Blackwood son infelices, débiles, manipuladores, hostiles, carismáticos y sociópatas, víctimas y victimarios en igual medida, sumidos en una categoría literaria difícil de clasificar. Desde una viuda furiosa y desesperada, una mujer con depresión postparto cuyo marido no es más que un hipócrita manipulado por una niñera horrible, hasta una madre desesperada u otra que niega al hijo que abandonó, cada uno de ellos (en su mayoría mujeres) pululan por las facetas más sombrías incluso de una manera tan sutil que sus acciones podrían pasar desapercibidas. Sin embargo, logran que a uno le tiemble el cuerpo mientras lee.

Ninguno de ellos conoce la paz y cargan con una pesada cruz que los condena y con la que ellos también arrasan, dejando un tendal de consecuencias. Están confeccionados de manera magistral, al igual que sus complicados destinos, lo que muestra el excepcional talento de Caroline. Entre la luz y la oscuridad, con sarcasmo, humor inglés y brutalidad nos meten y sacan de situaciones diferentes entre sí, pero con un hilo en común, el de tratar de desentrañar las etapas más complejas de la condición humana.
No sé si se puede decir que la vida de Blackwood haya sido compleja, ya que esa barrera la supera con creces. Para rebelarse contra el mandato de la familia que tanto mal le había hecho, se enamoró y huyó a Paris con Lucian Freud (curiosamente, aunque dudo que sea una coincidencia, Chai también publicó dos libros de otra de sus parejas, Celia Paul), un hombre que si bien pasaría a la historia como uno de los artistas más influyentes del siglo XX, por entonces no era más que un pintor, divorciado, infiel y adicto al juego, a quien la madre de Caroline aborrecía a tal punto que hizo todo para desmantelar el vínculo. A pesar de eso, ambos se casaron en 1953 y por supuesto tuvieron una tumultuoso vínculo y sin final feliz, como sucede con las parejas que aborda en sus historias. Más que amor, lo de ellos fue una obsesión que los afectó tanto que Blackwood se exilió para no volver a verlo.

La pasión y las relaciones truncadas siguieron tocando la puerta de la autora, a quien consideraban una de las mujeres más hermosas de su tiempo y que por esos años se codeaba con la bohemia de Londres. Luego vivió en California y Nueva York, donde volvió a casarse con un músico llamado Israel Citkowitz con quien tuvo tres hijas. A la menor, Ivana, le ocultó que Israel no era su padre biológico y la verdad no salió a la luz hasta después de su muerte. Esa misma niña había sido abusada a los seis años por uno de los empleados que trabajaba en la gran estancia donde Caroline vivía con su tercer maridos, el aclamado poeta Robert Lowell, con quien tuvo a su cuarto hijo, y también sufrió un terrorífico accidente cuando una tetera de agua hirviendo le quemó más de la mitad de su cuerpo. "Cuando me llevaron al hospital le dijeron a mí madre que se preparara para lo peor" contó en una entrevista años más tarde. Y adivinen qué, "Unidad de quemados", el tercer cuento del libro, narra las vivencias de una madre que espera en una unidad de quemados un milagro para su hija. La obsesión con el cuerpo, la salud física y mental también se manifiestan en "Mí amor, por favor, no llores", dónde uno de los personajes está condenado a un calvario de por vida, como una especie de castigo por pecar de vanidosa.
Lowell sufría de trastorno bipolar, algo que no era compatible con el alcoholismo de Blackwood, razón por la cual las cosas podían ser complejas y oscuras. Aún así estuvieron muchos años juntos y después de su fallecimiento y el de la hija mayor de la escritora a causa de una sobredosis de heroína, se refugió en la literatura y durante los últimos 15 años de su vida escribió con determinación y logró destacarse. Más allá de los demonios que la acechaban, Ivana asegura que su madre no se detuvo, levantándose todas las mañanas con un cuaderno en mano y lista para trabajar. Algunos dirán que fue una escritora tardía, sin embargo parece que estas historias siempre habitaron su mente. Sólo debía suceder el estallido para que salieran a la luz.