
De la gestión cultural al paisaje urbano, Jorgelina Dacil construyó un territorio propio: uno donde el arte se vuelve experiencia cotidiana. Tras años en el circuito internacional —galería, ferias, residencias, consultorías— hoy como directora de su consultora y curadora del Programa de Arte Urbana, convierte edificios corporativos en espacios de contemplación y cruce sensorial. En diálogo con Zibilia, reflexiona sobre la potencia de las propuestas artísticas en la vida diaria, la ciudad como soporte y la necesidad de crear pausas estéticas en medio del ritmo contemporáneo.
Una distancia recorre la trayectoria de Jorgelina Dacil: la que va del mundo corporativo al universo artístico, del lenguaje de los balances al de las obras y las escenas diversas. Desde su formación inicial en Administración de Empresas hasta la apertura de Dacil —primero como gesto intuitivo, luego un proyecto internacional con una etapa en Miami— su recorrido estuvo marcado por el movimiento. El viaje continuó en Nueva York, donde cursó Art Business en NYU, trabajó de manera independiente y profundizó vínculos con artistas, colecciones y residencias curatoriales.

Ese desplazamiento constante le permitió reimaginar su propia práctica. Se reinventó como consultora de arte quien trabaja desde escenarios móviles: asesorías artísticas, colecciones privadas o residencias para curadores. Y fue en ese tránsito que se gestó otra forma de entender este mundo: no solo como objeto de contemplación sino como dispositivo de transformación de espacios de vida, de ciudad, de trabajo.
De esa mirada surgió el Programa de Arte Urbana, un proyecto que propone un cruce entre lo corporativo y lo sensible, lo funcional y lo sensorial. Edificios de oficinas, pasillos de cristal, plazas internas, murales, instalaciones site-specific: todo se convierte en plataforma de reflexión. En esa convivencia nace una pregunta simple, casi subversiva: ¿qué sucede cuando el arte aparece en la rutina de todos los días? En esta charla, Jorgelina medita acerca del espacio híbrido. Lo analiza desde su historia, su mirada curatorial, el deseo de que el contacto no sea un privilegio de pocos, sino interrupción, pausa y comunión.
¿Cómo se inicia tu recorrido?
Empecé con Dacil hace casi veinte años. Nació como una galería y fue creciendo conmigo. La abrí cuando muy joven, casi por impulso. Con ella participé en ferias internacionales y más tarde abrí una sede en Miami. Fue un período de muchas conexiones y crecimiento. Después volví a Buenos Aires y al tiempo hice un viaje de especialización a Nueva York donde estudié Art Business en NYU y empecé a construir lazos allá también. El camino, finalmente, me llevó a instalarme en Nueva York por dos años y medio. Trabajar de manera independiente fue una revelación ya que una galería, en un punto, puede volverse limitante porque siempre pensás para el mismo grupo de artistas y espacio.

¿Qué te llevó a dar ese giro desde el cubo blanco hacia los espacios híbridos?
Un deseo de mayor libertad. Desde el principio tuve curiosidad por combinar el mundo corporativo con el artístico. Cuando trabajaba en una multinacional intuía que había otro lugar posible. Crear Dacil fue tirarme a la pileta, pero allí encontré potencia, puentes, la posibilidad de acercar mundos. Luego descubrí que había algo más vasto por explorar.
¿Así nació el Programa de Arte Urbana? ¿Cómo fue ese primer encuentro entre el arte y el edificio corporativo?
Sí. Conocí a la gente de Urbana, conversamos acerca de la propuesta y arrancamos con gestos pequeños dentro del complejo hasta que con el tiempo se transformó en lo que es hoy: un espacio donde el arte es sino identidad. Un lugar que propone otro ritmo dentro de la cotidianidad. El gran desafío fue —y sigue siendo— que las piezas dialoguen con la gente que no busca “ver arte”, sin que se sientan invadidos. Las muestras van variando, algunas son introspectivas e íntimas, mientras que otras son explosiones de color y comunidad. Queremos que funcione como una invitación a la contemplación.
En Urbana conviven murales, esculturas, instalaciones. ¿Qué buscás en esa diversidad?
Creo que lo disruptivo es lo mejor que nos puede pasar. Que la obra sorprenda, emocione e incomode. Convivir con arte es, en sí mismo, un acto de sensibilidad: habilita lo inesperado, por eso, aunque una persona esté ahí por otra razón —el trabajo, la rutina, el día a día— la pieza opera igual y aunque no lo analice, algo ocurre. A veces de manera consciente y otras de forma casi imperceptible.

Más allá del contexto local, estás pensando intervenciones para espacios públicos en Europa. ¿Qué te interesa de llevar este modelo allá?
Justo hoy tuve una reunión con el Ayuntamiento de San Lorenzo del Escorial, donde vivo, para intervenir la plaza principal y un auditorio sinfónico. Me seduce mucho la idea de transformar calles, espacios institucionales y públicos con propuestas artísticas. Aunque la gente no se detenga, el solo hecho de que una obra esté ahí cambia la atmósfera. El arte puede operar como cultura latente y para acompañarlo, ofrecemos mediación: guías, textos, dispositivos. Que la experiencia sea amable, pero profunda.
Entonces, ¿crear puentes con nuevos públicos es lo que más te moviliza?
Sí. Me interesa ese espacio intangible que aparece cuando alguien está rodeado de arte, incluso sin proponérselo. Esa posibilidad de transformar la cotidianidad con sensibilidad para que sea una interpelación permanente.
Volviendo a Buenos Aires, ¿cómo fue la primera recepción en el complejo corporativo hace ya 15 años?
Por allí circulan unas cuatro mil personas por día. Algunas participan activamente y otras no. Hay quienes están muy concentrados en su rutina pero en general hay gratitud por la presencia del programa. Valoramos esa diversidad y por eso presentamos miradas distintas, invitamos a diversos curadores que forman parte de la escena local y como decía, buscamos que haya una pluralidad estética.
¿Qué criterios tenés en cuenta para decidir qué artistas o intervenciones funcionan en un entorno así?
El primer criterio es la arquitectura. Los edificios —creaciones del arquitecto Mario Roberto Álvarez— tienen una impronta clara: modernismo internacional, jardines, diálogo entre interior y exterior. Me interesa que las propuestas respondan a esa singularidad. En los últimos años optamos por instalaciones site-specific y desarrollamos una línea de murales como intervenimos en el interior del edificio y cada año cambiamos uno, como forma de renovar la mirada sobre el entorno.

Me interesa esa idea de que el edificio se vuelve parte de la obra. ¿Crees que el arte puede “releer” la arquitectura?
Definitivamente. De hecho, el primer proyecto que hicimos fue una intervención en las plazas secas del complejo a través de un concurso, donde uno de los jurados fue el artista y arquitecto Clorindo Testa. Fue una provocación encantadora: invitarlo a acompañar la intervención sobre la obra de otro colega. Ganó Nubemar de Gerardo Sirolli, una creación sonora-escultórica que convirtió la plaza en un espacio de encuentro y contemplación. Ese cruce entre arquitectura y arte define lo que para mí significa curar en lo urbano.
En un contexto donde la productividad y la eficiencia predominan, ¿qué lugar tiene la sensibilidad y la pausa?
El arte debe irrumpir en la rutina. Y funciona: lentamente, la gente empieza a reconocerlo. En Argentina y en el mundo hay una sensibilidad creciente hacia lo que podríamos llamar bienestar. Los proyectos de los artistas —grandes o pequeños— pueden convertirse en esa pausa y respiro que reconecta con lo humano. Un mural en un pasillo, una instalación discreta, una performance breve: no es necesario hacer algo monumental. Lo importante es crear posibilidad.
¿Cuáles son los desafíos de curar en espacios tan precisos?
Hay muchos cuidados: salubridad, seguridad, circulación y convivencia. Cada proyecto nace de un análisis del contexto, del público y su identidad. Pero más allá de eso, el desafío real es la continuidad: sostener un programa dinámico, exigente y curatorialmente riguroso, ya que no se trata de gestos aislados sino de construir algo con trayectoria y coherencia estética.
¿Hay criterios no negociables en tu trabajo curatorial?
Siempre trabajo desde la adaptación y el diálogo. Si bien cada espacio tiene sus condiciones, hay un punto donde no cedo y esos son los honorarios. ya que todavía circula la idea de hay que hacer algo "por amor al arte.” Para mí es fundamental que la labor artística y curatorial sea reconocida económicamente. Es un principio ético y una forma de cuidar la profesión.
Volvamos a tu propio recorrido. Cuando te mudaste a Nueva York y comenzaste a trabajar internacionalmente, ¿cómo se transformó tu forma de ver y entender el arte?
Muchísimo. Cerré la galería, hice pop-ups, asesorías en arte latinoamericano y me vinculé con una ONG que organizaba residencias para curadores. Fue una experiencia intensa, donde viaje a Finlandia, Estonia, Colombia, Chile y España para conocer a artistas, escenas, contextos muy diversos. Esa mezcla me enriqueció y volví con una mirada mucho más amplia y flexible. Luego Dacil se transformó en consultora y actualmente acompañamos proyectos de arquitectos, empresas, otras consultoras y asesoramos adquisiciones. Por ejemplo, en Rosario dirijo una colección que empezó de cero.

¿Cómo describís tu relación personal con el arte?
Me conmueve y me hace feliz. Me siento privilegiada por trabajar con artistas, por estar inmersa en este mundo tan único, complejo y desafiante. Una vez, el artista Joseph Kosuth me preguntó qué me daba más felicidad en este ambiente y le respondí: aprender.
Después de moverte y conectar con escenas y contexto tan diversos, ¿cómo percibís el ecosistema internacional?
Me interesa menos el mercado y más las escenas. Latinoamérica me encanta porque es efervescente y percibo como el sur global tiene hoy un protagonismo enorme. En Europa, especialmente en España, veo circuitos más conservadores, mientras que en los países nórdicos detecto una apertura genuina. Creo que hoy todas las escenas conviven y dialogan en ferias, bienales y colaboraciones, lo que genera un cruce enriquecedor, simbólico y estético.
Si tuvieras que definir tu rol en una frase, ¿cuál sería?
Soy un puente: entre artistas y espacios, rutina y contemplación, ciudad y sensibilidad.
El recorrido de Jorgelina podría leerse como el de alguien que nunca para de moverse y no tiene miedo a reconfigurarse. Pero también como el de una profesional que encontró en lo híbrido su territorio: ese punto donde lo urbano y lo poético se encuentran y permiten que el arte aparezca en una oficina o en la plaza de alguna parte del mundo. Esa insistencia en lo inesperado es también su manera de imaginar la ciudad como cuerpo vivo, donde la contemplación no es excepción, sino urgencia.



