Francisco Lumerman empezó a escribir cuando tenía nueve años. Lo primero fue una telenovela sobre la historia de su familia. Lo hacía a máquina. Según relata, “entendía que podía ser actor”, pero le llevó mucho tiempo pensar que escribir podía ser una de sus “actividades en la vida”.

Para él, la escritura es muy solitaria: “Me gusta combinada con otras actividades, pero no podría dedicarme a escribir exclusivamente. Cuando estoy mucho tiempo en ese estado me vuelvo una persona muy ermitaña, y tengo la necesidad de salir a compartir con otros”. Dramaturgo, actor y director, desempeña esos tres roles -por primera vez en simultáneo- en "La vida sin ficción", obra que estrenó hace poco más de un mes.

Cuando empezó a escribirla, no sabía si sería puesta en escena, ni quiénes la interpretarían: “En un momento el material se tornó muy personal, y me di cuenta de que quería actuarlo. También siempre pensé en Muma”. El apodo se refiere a Rosario Varela, su amiga a la que dirigió varias veces, con la que había compartido escena solamente una vez a los quince años en el colegio, y con la que sabía que enseguida se entendería. El elenco se completa con Esteban Masturini: “Lo llamé por una cuestión intuitiva. Nunca habíamos conversado. Tenemos recorridos distintos, y creía que el hecho de que no supiera nada de mí podía enriquecer el material”.

Pese a su nombre, la pieza es -también- todo lo contrario a la ausencia de ficción, dado que comprende no una, sino muchas ficciones enlazadas. La vida sin ficción es una novela con final inconcluso, ya que su autor murió antes de terminarla. Su hijo, Lucas, encuentra el borrador, lo publica y el libro se vuelve récord en ventas.

Para terminar de escribir una obra de teatro, Lucas se va a la costa atlántica, y allí se encuentra con presencias a las que no puede ignorar. Entre ellas, la joven que atiende las cabañas en las que él se hospeda, y que hace todo por no estar sola. En otra de las historias, tres amigos buscan filmar un documental a partir del libro del escritor que murió, pero el proceso se ve alterado cuando uno de ellos se enferma. Y en el tercero de los universos, una actriz que estaba filmando una película sobre ese libro, se reencuentra con su hermano.

Cada uno de esos mundos cuenta con tres personajes, todos interpretados magistralmente por Lumerman, Varela y Masturini, quienes además, cantan, bailan, y hasta crean una forma de actuación que da vida a los avatares de un videojuego en el que algunos de esos personajes participan.

La obra transcurre cambiando de un universo al otro permanentemente: el espectador nunca podrá apoltronarse. Además, los actores manipulan -subiendo, bajando y corriendo- una especie de persianas móviles sobre las que se proyectan textos, videos e imágenes. “Por la temática de la obra, me gustaba explorar la posibilidad de que la construcción de la ficción sea expuesta y participativa, que se viera el armado y desarmado del artificio”, señala Lumerman.

“Hay cierta idea de infinito, de repetición, como si pudieran seguir abriéndose cajitas y situaciones. Era un desafío que me daba temor, pero la gente nos acompaña y le gusta ver cómo nos cambiamos para pasar rápidamente de actuar una cosa a actuar otra. Es muy divertido”.

La escritura de tan ambicioso material comenzó en 2020 y se extendió hasta mediados de 2021: “Como la dimensión técnica era muy alta para lo que suele manejarse en el teatro independiente, para empezar a ensayar necesitaba fondos previos”, detalla. Así fue que se presentó al Premio Banco Ciudad a las Artes Escénicas, una acción conjunta entre esa entidad y el Complejo Teatral de Buenos Aires.

Una vez más, el teatro de Lumerman alimenta preguntas. En este caso, en torno a la amistad, la familia, la discapacidad y la muerte, entre otros tópicos de gran hondura en los que él entra y sale con notable picardía. “Al principio el juego estaba más puesto en la ficción”, aclara. “Después me di cuenta de que todo eso estaba operando, y me apareció cierta respuesta de que el material estaba usando la ficción para traspasar esos temas. Son lugares de reflexión a los que voy todo el tiempo, que tengo muy elaborados, y algo de eso está en la obra”.

“En la pandemia me sorprendió mucho cómo mi hijo y sus amigos se comunicaban mientras jugaban en red”, comparte Lumerman. “Era su lugar de encuentro, como ir a la plaza. Un lugar social donde jugaban y hablaban. Después empecé a obsesionarme con los mundos virtuales que no conocía tanto, y se me linkeó con nuestra existencia. Hay algo intermedio entre la ficción y la realidad, y es ese mundo de gente que compra terrenos, edificios, arte.

Me atrae por la contradicción que me genera: hay personas a las que les hace bien y pueden con eso, de la misma forma que yo necesito actuar y que me cuenten como mentira algo que es verdad, como una realidad paralela”. Las ficciones nos sobreviven, los avatares de los videojuegos también. Al parecer, el deseo de trascendencia está intacto.

En este trabajo, Lumerman asume otros riesgos, entre los que se destaca una mayor implicancia personal en el material. “Si bien no me resulta atractivo hablar de mis cosas en términos concretos, sí me interesó singularizar la mirada del mundo de una manera más explícita. El teatro es la actividad a través de la que se atraviesa el mundo, es decir que retomarlo estaba asociado a “volver a respirar, a vivir, a sentir, a que pasen cosas”.

En un principio, cuando eso aún no era posible por las restricciones sanitarias, habitó un lugar de enojo absoluto. “Luego transmutó hacia otro, de poder contar vitalmente y conectarme con otra zona que también es mía y que la pandemia -al revés de lo que uno pensaría- vino a amigar. Me habilitó una mayor libertad y riesgo: si lo quiero hacer, ¿por qué no?“, explica. Lumerman creía que dirigir y actuar no le salían bien, pero con "La vida sin ficción" demuestra lo contrario. Y agrega: “Esta obra es un recorrido personal ligado a celebrar existir, algo que antes, quizás, daba por hecho”.

“En el mundo, cada vez hay más personas que se sienten solas”, asegura Marcos, el personaje que se reencuentra con su hermana. En un contexto en el que los límites entre la tecnología y las personas son cada vez más borrosos, cabe preguntarse en qué medida ella nos constituye. ¿Acaso nuestra condición posthumana no podría ser una forma de ficción de nosotros mismos?