en el texto curatorial de esta exposición de Pablo Sinaí, la curadora Verónica Gómez escribe: Todavía nos llega la luz de estrellas muertas hace millones de años. Mirar el cielo es mirar el pasado, dicen. La infancia del universo. Un remanente de fantasmas galácticos se instala titilante, con la apariencia de lo vivo. Guía incluso nuestras intenciones de desplazamientos futuros estableciendo un sistema de orientación. La luz de la estrella Deneb que hoy recibimos comenzó su viaje cuando Roma era apenas un caserío y el imperio ni siquiera una intuición. La luz del Sol, nuestro astro rey, tarda ocho minutos en llegar a la Tierra. Esta condición pretérita de la luz es tanto una cualidad científica como emotiva. La trayectoria de una vida en escala humana, mucho más módica, con iguales aspiraciones a la trascendencia universal, se corrobora en el conteo de los sucesivos cambios cíclicos de la luz; las estaciones. Así aparece el modo coloquial de expresar la edad con el relato de las primaveras vividas. Cada estado de la luz se presenta entonces como reiteración del pasado o, en términos del mito, como reactualización. La luz otoñal y su modo de perfilarse en tintas ocres y doradas, es siempre la misma y siempre otra. La sensación de déjà vu es intensa. Un otoño trae consigo los recuerdos de otoños ya vividos. Y si la primavera huele a renovación, en ese tránsito hay un pasado que se desoculta y es empujado hacia atrás; los estertores de la partida tiñen de melancolía todo comienzo. A veces, los pasajes son convulsivos, violentos. Vencedores y vencidos: la caída de un imperio deja a la vista la singularidad de las células fagocitadas. A menudo contradictorias, no unidas sino unificadas por un poder centralizado, totalitario, esas células se empeñan en la supervivencia, así sea en su versión de ruinas. Pactan, elucubran alianzas, se disfrazan, o se dejan morir lentamente. Las estrategias son disímiles, la necesidad es la misma: el pasado no es un lastre, sino una plataforma útil para proyectarse al futuro. La arquitectura, en sus manifestaciones más emblemáticas (monumentos, plazas, edificios públicos) es la encargada de llevar la bandera. En las pinturas de Pablo Sinaí la arquitectura es la excusa para explorar la posibilidad de un pasado que encuentra su forma de supervivencia en un tiempo paralelo, un tiempo a salvo de los avatares (algo así como las estrellas de cine que logran escapar a la muerte- y a la vejez- al habitar la pantalla de la eterna juventud). Las sombras se hacen corpóreas sin abandonar su porosidad lumínica. Pero al mismo tiempo, el material físico al que alude (hormigón, metal, arena) se torna liviano, no en el sentido atmosférico, aquel borramiento romántico de los contornos, sino a la manera de la mampostería y la escenografía. Surge la sospecha: ¿Esta estructura puede ser en verdad sólida en su liviandad? La apariencia de solidez se conserva entonces como una máscara. La decrepitud, el fracaso, son las estrellas muertas detrás de escena. La luz congelada nos devuelve a una época dorada que permanecerá inmóvil en su declive eterno. Si los futuristas ansiaban captar la luz en su velocidad, en su arremeter facetado y secuencial, Pablo Sinaí, por el contrario, en la inmovilidad tenaz y melancólica de sus pinturas, ejerce una suerte de futurismo desencantado.

Quiénes

Artistas: Pablo Sinaí // Curador: Verónica Gómez //

Última fecha

mié

14

junio / 2017

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