La última producción de Ryan Murphy para Netflix nos deja sin aliento. El prolífico director nos entrega esta vez un potente documental en seis partes que opera de puerta privilegiada de ingreso al universo íntimo del padre del movimiento Pop. Andy Warhol (1928-1987) aparece por primera vez sin sus típicas máscaras y efectos de superficie. Mostrándonos su cara misteriosa y oculta y exponiéndose en toda su fragilidad, la invitación propone ver a un Warhol humano, demasiado humano.

No podemos negar que asistimos también aquí a la génesis y el despliegue de un personaje que transformó para siempre a la cultura artística estadounidense. Warhol, que había dedicado su vida entera a la consolidación de su figura mediática a través de los más originales y variados gestos, cultivó también, y esta serie lo deja bien en claro, un peculiar universo afectivo.

El acierto que permite el pasaje de umbral hacia las profundidades de la psique en cuestión radica en la utilización de un recurso único: la exhibición de un diario íntimo. Nada como este producto para revelar los ámbitos de lo que es más crudo, incongruente y excesivo en la configuración de una subjetividad. ‘The Andy Warhol Diaries" (1989) fue recopilado y escrito por Pat Heckett, gran amiga del artista, quien mediante llamadas telefónicas diarias amasó la rica materia prima que da vida a este documental. Un diario que se supo siempre concebido para la publicación pero que por eso no se privó nunca de ostentar ese tono, ese aura de intimidad que le da su sello característico al género.

Una intimidad que despliega rutinas que podrían resultar extraordinarias y que revela un talento personal único para la observación minuciosa de los cuerpos y las poses que circundan al artista. Andy se ofrece al lector-espectador sacrificando su propio cuerpo como instrumento dramático. Encantado por su propia trama existencial nos comparte sus historias, sus lamentos, sus cansancios, sus múltiples infatuaciones y sus siempre expansivos y porosos campos de interés.

Jon y Andy

(…) Y Andy Warhol se enamora. Pese al mito tan difundido que lo deja casi al borde de lo mecánico y lo monástico, el artista cae varias veces en el campo de atracción de un eros potente, una fuerza vital que lo desafía y que lo arrastra vertiginosamente justificando actos irreflexivos y muchas veces narcisistas. Pero allí detectamos un evidente disfrute, una búsqueda insaciable por la alegría que producen los objetos estéticos. Así, el eje central de este biopic se revela y tiene lugar la presentación en sociedad de tres figuras centrales en el mapa erótico-afectivo del artista: el diseñador Jed Johnson, el ejecutivo de la Paramount Jon Gould y el celebérrimo artista afroamericano Jean Michel Basquiat. Todos con destinos trágicos, todos enmascarando sus deseos incorrectos para la época, todos dueños de un capital sexual indiscutible y todos víctimas del misterio tremendo y fascinante que les producía ese multiverso febril y alocado que Warhol ponía en juego con su presencia.

La consciencia de lo disfuncional en sí mismo, de la anormalidad en términos foucaultianos, es clara. Warhol parece, como muchos otros cronistas de lo íntimo, querer ‘recoger el sedimento’, como decía Virginia Woolf a propósito de sus diarios. Escribir no solo para dejar constancia de gastos e impuestos a pagar como habría sido la motivación original de su diario, sino para dejar registro cierto y contundente de una vida que, en su vértigo, intensidad y frenesí, pareciera dar la sensación de ser licuada en el tiempo, casi corriendo el riesgo del olvido, de la fatal e inexorable pérdida.

Debe ser difícil para alguien que vivió siempre intentando proyectar una imagen enigmática demandarle al otro un acto de confianza a través de la publicación de sus diarios íntimos. Pedirle que nos crea que de verdad decimos ‘todo lo que se nos viene a la cabeza’, que verdaderamente estamos invocando demonios propios y reabriendo heridas infectadas. Ryan Murphy logra este difícil propósito narrativo, entre otras cosas, con la ayuda de la Inteligencia Artificial, generando tecnológica y ficcionalmente la voz de Warhol para que nos cuente su historia en primera persona.

Andy con Jed y amigos

Y, si en los primeros capítulos el ritmo se torna denso y el guión demasiado evidente, al avanzar el espectador logra descansar y rendirse a esta exposición furiosa de secretos y desapariciones, de excesos y mentiras. Finalizamos la serie sintiéndonos más cercanos al personaje que cuando comenzamos, creyendo por momentos entender las bases y los motivos sobre los que reposaba su frágil equilibrio a pesar de todo lo conflictivo y patológico que de igual manera se nos impone.

Por último, esta serie es irresistible para quienes gusten del glamour porque en ella no solo circulan amantes entrañables sino también numerosas figuras de peso de la flora y fauna de la Nueva York del último cuarto de siglo. Amigos y conocidos que vienen a operar de testigos y a enunciar en primera persona tanto los aciertos y gracias del gran artista como sus angustias y múltiples caminos de duda y tedio.

Los protagonistas ya partieron y en esto no hay spoilers: el acontecimiento ya forma parte de nuestra memoria colectiva. Pero nos dejaron en herencia grandes cosas: no solo obras magníficas que cambiarían para siempre el devenir histórico del arte de nuestro tiempo sino también los trazos únicos de sus trayectorias vitales. Andy y su troupe nos enseñaron a ser verdaderamente contemporáneos; a mirar con valentía lo luminoso pero también las oscuridades de nuestra época; a cargar con arrojo, coraje y desenfado las cruces y cadenas de turno; a buscar la fama y el placer con espíritu de niños y énfasis heroico y a no cazar con los perros llenos. Y por sobre todas las cosas nos animaron a entender que, en última instancia y como decía Nietzsche, ‘hace falta aprender a pensar como aprendemos a bailar’.